Se asienta la casa de mi familia paterna en una bella población llamada Manta, que es una de las cabeceras municipales de una zona localizada entre Cundinamarca y Boyacá, conocida desde la Colonia como el Valle de Tenza, cruzada por ríos de aguas claras y espumosas que bajan frías desde las altas montañas de la Cordillera Oriental.
El valle se localiza en un terreno quebrado y fértil, con todos los climas: desde el helado páramo hasta el cálido llano. Es una tierra rica en fauna y flora. Sus pobladores se han dedicado a la agricultura y la minería, siendo el café un producto importante.
El nombre de Tenza significa en lengua muisca, 'Rey de los vientos' y prevalece desde tiempos antes del primer arribo español en 1537.
Manta siempre ha sido el mismo pueblo y hoy conserva su población cercana a las 2.000 personas.
Una calurosa mañana en un domingo de abril de 1937, Daniel Ignacio, mi papá, tendría unos 11 años y se encontraba jugando en la plaza del pueblo, cuando observó la irrupción de un grupo grande de gente que en sus cabalgaduras descendían muy alegres hacia el río Súnuba, animando un gran paseo.
Daniel vio su oportunidad. No se iba a perder el tremendo festín que a la orilla del río se preparaba y se ofrecía en esos convites. Además, le fascinaba una de las niñas que sobre el lomo de una mula grande iba acompañando la excursión. Le hizo el guiño a un amigo de la cabalgata y se montó a la grupa.
Pasó una tarde fabulosa en compañía de la chica de sus querencias, disfrutando del 'piquete', como se le dice allí a los manjares de un paseo: carne de res y de gallina a la brasa, exquisitas papas saladas, ají 'chiquito' con cebolla y tomate, un tremendo arequipe y otras delicias.
Ignoraba el muchacho, en su ingenuidad, circunstancias demenciales. Estaba quebrantando mandatos absurdos, violando fronteras invisibles. Siendo de una familia de conservadores, estaba socializando con liberales. Ya algún chismoso o chismosa le había llevado el cuento a don Rodolfo, su papá, quién al enterarse reaccionó furioso. Las estupideces de la política siempre han desembocado en injusticias. Mi abuelo sentía que la presencia de Daniel en ese evento era una traición a su familia y a su patria, la de Laureano Gómez con todos sus conservadores.
Cuando Daniel llegó feliz, el viejo lo esperaba con un rejo, pero no era solo eso, se hacían barbaridades.
Amarró al niño a un árbol en el solar de la casa y procedió a castigarlo salvajemente, buscando arrancarle lo de liberal que se hubiese untado, hasta que ya no pudo más, pues se agotó su brazo.
El machismo se confabulaba cruelmente. Mi abuela Eva no pudo hacer más que consolarlo y curar sus heridas cuando terminó el castigo. Las mujeres no podían inmiscuirse en absoluto en las determinaciones de sus maridos, así fuese para evitar un atropello.
Al final, el chico sacó ventaja: no pudo asistir a la escuela por más de una semana.
Eran los albores de una violencia que se volvió terrible.