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Un brindis por esa forma de vida | UN CUENTO DE LOS BUQUES

Los buques se diseñan y se construyen para soportar los malos tiempos y mares infernales. Si de verdad se quiere desear suerte a un marino, la propuesta debería ser que siempre tenga agua por debajo de la quilla. Encallar es… vergonzoso.

Así como el decolaje y el aterrizaje en un vuelo, se presentan en la navegación dos lapsos críticos: el zarpe y el atraque.

Zarpar, es dejar un puerto. Desde la maniobra inicial de soltar amarras en el muelle, hasta llevar la nave a mar abierto a través de una vía acuática acotada por boyas.


El atraque sucede cuando se arriba a un puerto. Desde una recalada, en que se dejan los mares profundos, para transcurrir el trayecto señalizado hasta arribar al muelle donde se amarra el barco.


En esos desplazamientos cortos se generan los mayores riesgos, por ser ámbitos de intenso tráfico y profundidades muy justas para las grandes embarcaciones. Se recurre a las cuidadosas indicaciones de un Piloto práctico, quien conoce en detalle los vericuetos y profundidades de la zona. Está a bordo solamente en esos tramos.


Los pilotos son marinos locales integrados a los puertos, que desarrollan la labor imprescindible de asistencia en los canales de acceso a cada muelle y en las maniobras de atraque y desatraque.


El practicaje es una profesión que ya existía en tiempos bíblicos. Es fundamental para la seguridad de la navegación.

Son gente osada, héroes anónimos que abordan o desembarcan de los buques en movimiento usando sofisticados botes o precarias lanchas, muchas veces bajo peligrosas condiciones, trepando o bajando con fuertes vientos y oleaje por unas escalas especiales que se aseguran en cubierta y se dejan pendiendo sobre el casco de las naves. Ingeniosamente creadas con ese fin, son confeccionadas con cabos de manila y peldaños de madera. Son llamadas precisamente, “escalas de gato”, que normalmente se usan por la banda de sotavento.


Se oficia el culto de un ritual náutico en cualquier puente de mando cuando, bajo la noción del silencio, un piloto práctico en un código ecuménico, imparte instrucciones claras a un timonel para definir rumbos y eludir escollos, y a un oficial que opera los controles del motor mediante el telégrafo, un dispositivo que transmite a la sala de máquinas las indicaciones de velocidades de marcha deseadas, para conducir con seguridad un artefacto flotante que pesa miles de toneladas.

En el argot legal, se señala como “aventura marítima” a la navegación que realiza un barco de carga de un puerto a otro.


La aventura marítima entre Hamburgo y Bremen, es un trecho que nos tomaba cerca de 14 horas muelle a muelle en las unidades de la Flota Mercante, incluyendo el trayecto en mar abierto. Zarpábamos de Hamburgo y tras siete horas por el río Elba, salíamos al Mar del Norte en Cuxhaven, donde el piloto se retiraba a descansar hasta que recalábamos en Bremerhaven, en la desembocadura del río Weser, cuando asumía nuevamente el control y remontábamos un majestuoso canal por cinco horas hasta los muelles de Bremen. Todo el camino se hacía con el mismo piloto que abordaba en el muelle de Hamburgo y se desmontaba en el muelle de Bremen, evitando así dos complejas y peligrosas maromas de abordaje y desembarque en tan sólo dos horas de una mar abierta, casi siempre embravecida.

En los buques de la Flota funcionaba perfectamente un sistema de ascensos, por necesidad, antigüedad y merecimiento. En el caso de los tripulantes de cubierta, a través de los años, el grumete pasaba a marinero, luego a timonel, para ascender finalmente a contramaestre, que era el máximo cargo y por supuesto, en esos niveles, el mejor pago.

Sin embargo, había un grupo de marineros de Buenaventura que se negaban a ascender definitivamente a timoneles porque implicaba turnos fijos en la noche, lo que les quitaba tiempo para sus familias en ese bello puerto donde las unidades se quedaban varios días. Además, eran inmunes al inglés.


Decidían entonces quedarse como marineros rasos toda su vida.

De ese combo era Chufai Ocoró (nombre de pila), un marinero clásico porteño, 51 años, orgulloso, lacónico, altanero, que maniobraba bien el timón, integrante de la tripulación del 'Ciudad de Manizales', uno de los orgullos de la Flota, y donde se desarrolla esta comedia.

26 de Octubre de 1980. Habíamos salido de Hamburgo en altas horas de la tarde, por lo que la recalada al Weser nos tomó en la madrugada de un domingo frío, estaba el piloto al mando.

El timonel de guardia comenzó a quejarse de fuertes dolores de estómago. Por política de la Flota, a los timoneles se les respetaba sagradamente su tiempo de descanso. El capitán, ordenó al segundo oficial que bajara a llamar al marinero más antiguo.

- Ay segundo, son las dos de la mañana.

- Es orden del capitán, Chufai, que suba inmediatamente a relevar al timonel.

Y me devolví al puente, donde se desarrollaba la maniobra bajo la iluminación de una luna llena y de las luces tenues de los equipos de control. Desde el alerón de estribor el piloto conducía la enorme embarcación a través de un hermoso estuario.

A los dos minutos sube Chufai somnoliento, ceñudo, y recibe el timón del compañero enfermo que se marcha inmediatamente.

- ¡Port five! ordenó el piloto.

Demandaba, en inglés, que se accionara el control del timón para virar el andar del buque cinco grados a babor, a la izquierda.

El ritual establece que las órdenes se confirman de viva voz y se deben cumplir inmediatamente.


Chufai no habló ni se movió. Miraba al frente, haciendo mala cara.

- ¡Port five! repitió severo el piloto.

Era un leve cambio de rumbo por precaución. Un crucero grande venía por la proa, todavía con suficiente distancia. A zancadas, desconcertado, el piloto se dirigió hacia Chufai. El rubio alemán, alto, corpulento, controlado, llega a insistir en la orden al marino, y se encuentra con un negro de su mismo tamaño, que esgrimiendo una dentadura perfecta, le dice advirtiendo con su índice:

- No míster pilot, my name es Chu-fai, Chu-fai.

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