HUMO, JUVENTUD Y ESPERANZA
- Opinión
- 15 jun
- 2 Min. de lectura

Nunca he fumado. Jamás sentí la necesidad de meter algo en mi boca que literalmente me estuviera consumiendo por dentro. Cada vez que veo a un joven con un cigarrillo o un vapeador, siento una mezcla de dolor y frustración que me atraviesa por completo.
No son solo números, son rostros. Son mis vecinos, los hijos de mis amigos, los estudiantes que cruzo en la calle. Jóvenes que intercambian su futuro por unos cuantos segundos de aparente rebeldía o pertenencia. Una generación que está vendiendo su salud en pequeñas bocanadas de nicotina y veneno.
¿Qué los lleva a esto? No es simple curiosidad. Es un cóctel tóxico de soledad, presión social y una profunda necesidad de gritar "existo" en un mundo que los hace sentir invisibles. El cigarrillo o el vape se convierte en su insignia, en su manera de decir "soy algo más que lo que ustedes ven".
He sido testigo de cómo amigos cercanos cayeron en esa trampa. Primero era "solo uno", luego "solo cuando salgo", y de pronto, la dependencia los había atrapado como una red invisible pero irrompible. Vi cómo sus pulmones se debilitaban, cómo su energía se consumía, cómo su futuro se reducía a la medida de una cajetilla.
He sido testigo de cómo amigos cercanos cayeron en esa trampa.
No vengo a sermonear. Vengo a compartir la preocupación genuina de alguien que ama la vida en su estado más puro. De alguien que ha visto demasiado dolor generacional para quedarse callada.
A los jóvenes les digo: su cuerpo no es un experimento, ni un lienzo para la autodestrucción. Son templos de posibilidades, de sueños, de transformación. Fumar es un silencioso abandono de ustedes mismos.
A los padres, maestros, comunidad: no miremos hacia otro lado. La prevención no es prohibir, es acompañar. Es crear espacios donde los jóvenes encuentren su valor más allá de una nube de humo.
La Ley Sin Humo en Colombia ha sido un respiro literal para todos. Antes, fumar era casi un derecho invasivo: restaurantes, oficinas, espacios públicos eran verdaderos fumaderos donde te echaban el humo a la cara sin ningún reparo. Hoy, las restricciones han transformado nuestra cultura. Las multas han funcionado como un verdadero maestro: tal como sucede con las infracciones de tránsito por conducir ebrio o no usar cinturón de seguridad, el bolsillo ha sido el mejor pedagogo. Los establecimientos que antes permitían fumar ahora son santuarios de aire limpio, y los fumadores han aprendido que su libertad termina donde comienza el derecho de los demás a respirar. Es fascinante ver cómo a punta de comparendos y sanciones económicas, la gente ha ido cambiando comportamientos profundamente arraigados. La ley no solo protege la salud, sino que educa en el respeto por el espacio común.
Mientras escribo, pienso en todos esos adolescentes que aún pueden elegir. Que aún pueden decidir que su vida vale más que una adicción momentánea. Que su rebeldía puede ser constructiva, su pertenencia verdadera, su identidad auténtica.
No more smoke. No more vapor. Solo vida, en todo su esplendor resplandeciente.
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