Ernesto, el gigante de al lado
- Crónica
- 27 ene 2021
- 4 Min. de lectura
* Y digamos que la memoria te mira desde un mural pintado en el exterior de la paredilla...

La memoria te acecha en los lugares y momentos más inesperados.
En una esquina de la calle 72 de Barranquilla, por ejemplo. Pongamos que más exactamente a las ocho y media de la mañana, en la parte trasera del prestigioso colegio para señoritas Nuestra Señora de Lourdes, administrado desde hace noventa años por las Hermanas Dominicas de la Presentación. Una edificación de estilo republicano neoclásico con un patio que abarca toda la manzana.
Y digamos que la memoria te mira desde un mural pintado en el exterior de la paredilla que rodea al colegio, un mural que descubres mientras haces una excursión fotográfica en bicicleta.

En ese mural está el retrato de un querido amigo, que también fue tu vecino —‘el vecino de al lado’ durante años en el barrio Bellavista—, el periodista Ernesto McCausland Sojo (1961 – 2012).
Y digamos que la memoria te mira desde un mural pintado en el exterior de la paredilla que rodea al colegio, un mural que descubres mientras haces una excursión fotográfica en bicicleta.
El mismo que cuando tenía ganas de fumar te llamaba por encima de la paredilla, desde la ventana de su dormitorio (antiguamente ubicado frente al dormitorio en donde ahora escribes), y te gritaba con inútil discreción “Cape, ¿has visto a Braulio?”.
Como si nuestras respectivas madres y demás familiares ignoraran que no teníamos ningún amigo que se llamara Braulio, y que ‘Braulio’ era en realidad nuestra marca favorita de cigarros…
Has tomado una foto del mural, obviamente. Luego, cuando llegas a casa y empiezas a estudiar el resultado de tu excursión, descargando las fotos en el laptop y retocándolas, amplías la del mural.

No pasa desapercibida la casualidad de que en la foto este incluida parte del mural que otro artista pintó al lado del de Ernesto, y que ahí se vea a una persona con un disfraz de la Comparsa del Congo, típico del Carnaval de Barranquilla. Esa misma fiesta popular en la que se basa la primera película dirigida y producida por Ernesto: ‘El último carnaval’.
Pero hay más: su imagen exhibe en el mural la portada de un libro entre sus manos, su primera novela: ‘Febrero escarlata’.
El mismo libro que reposa ahora al alcance de tu mano en la estantería de tu mesita de noche pero en formato borrador, argollado y con tapas de plástico gris. Te lo dio Ernesto para que lo leyeras y revisaras antes del lanzamiento, entre otras cosas porque aseguraba que su protagonista está inspirado en ti, bautizado por Ernesto con la versión no resumida de tu sobrenombre, Capeto, pero de apellido Cervantes.
El personaje es un periodista encargado de la sección de judiciales o crónica roja del principal diario de la ciudad, un tipo de vida nocturna disipada y licenciosa, frecuentador de prostíbulos y bares de mala muerte.
Recuerdas haberle reclamado: “¿cómo así que inspirado en mí?”, explicándole que tú jamás has sido cliente de prostíbulo alguno y que sueles ir a bares más o menos decentes. Que lo único que coincide entre su personaje y tú es lo de ser un periodista encargado de la sección de judiciales del principal diario de la ciudad (descartó tu reclamo con una sonrisa: “es pura ficción, Capeto”).
Un diario y una sección por las que Ernesto también pasó. De hecho, si ahora ejerces el periodismo se debe en parte a que él contribuyó a convencerte de que lo tuyo no era la medicina (“lo tuyo es escribir”, insistía).
Piensas que se reiría y encogería sus enormes hombros, soltando alguna de sus frases cargadas de certera ironía.

Y si tu primer trabajo como periodista de prensa lo obtuviste en El Heraldo, fue gracias a que Ernesto creyó en ti, cuando él ya era uno de los cronistas y reporteros más cotizados de la ciudad, poco antes de que su imagen brillara en todo el país como presentador del telenoticiero QAP, o por su colección de premios nacionales de periodismo.
Te preguntas qué pensaría o qué diría si supiera que hay un mural con su retrato en el muro de un prestigioso colegio para señoritas bajo un letrero que ruega “favor no orinar”. O, que también instalaron un busto suyo en la rotonda que remata el bulevar del barrio Simón Bolívar, en la vía que conduce hacia el ahora demolido viejo ‘Puente Pumarejo’.
Piensas que se reiría y encogería sus enormes hombros, soltando alguna de sus frases cargadas de certera ironía, así como lo haría tras leer esa elemental frase entrecomillada que el autor del mural le atribuye.
Te parece que el retrato de Ernesto proyecta algo de esa imponencia física que él tenía (además de la intelectual, la espiritual y la cardíaca).
Entonces recuerdas el primer encuentro entre ambos, a comienzos de los ‘80, recién llegado al barrio Bellavista, cuando Ernesto vino a avisar que había una llamada telefónica de alguien que sabía que tu familia se había mudado al lado de los McCausland.
Tu primera impresión al verle sonriente esa noche en la terraza de tu casa, con sus 1.90 y pico de estatura, fue la de que él se había encaramado a una banca ubicada fuera, justo debajo de la ventana. Pero no. Sus pies estaban en el suelo.
En este mismo suelo que quisieras seguir compartiendo con Ernesto, en este momento en que piensas en cómo vuela el tiempo.
Ya han pasado ocho años. Pero la memoria…
La memoria te acecha en los lugares y momentos más inesperados.
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