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A DIANA, EL CORAZÓN NO LE CABÍA EN SU CUERPO

* Abrió espacios para que muchas personas de la población LGTBIQ+ puedan tener los derechos y la igualdad que ella no tuvo.

Fue la primera vez que una mujer trans irrumpía en los fríos espacios del Congreso. Su caminar, su taconeo, su voz, su potencia se apoderó del espacio y logró por fin romper esos estereotipos absurdos de supremacía. Ella, que con su presencia se apoderaba de todo y de todos, simplemente ella…


A un mes de su muerte, por fin escribo de quien en vida fue mi cómplice, mi amiga y mi hermana de vida: DIANA NAVARRO SANJUÁN. Siempre las lágrimas me nublaban las palabras.


Yo sabía quién era, en el mundo de los derechos humanos, una mujer trans negra e irreverente, era imposible no reconocerla. Para mi asombro, ella también sabía quién era yo, tal vez por algo similar, una mujer blanca, clase media, llena de privilegios y trabajando por las minorías. Tal vez era imposible no reconocerme, pero yo no lo sabía.


Nos habíamos cruzado en cartas y llamadas, pero jamás cara a cara. Era un día caluroso en el departamento de Cesar. Recuerdo, porque la llegada a la ‘Tramacua’, el establecimiento de máxima y mediana seguridad de Valledupar, se me hizo eterno, en el recorrido a bordo de la camioneta en la que iba, sentía calor. Bebí dos botellas de agua y ya quería llegar. La calle, que es pequeña y tenebrosa, era -ese día en particular- aún más polvorienta y solitaria que en otras oportunidades. Eran las 7:30 de la mañana cuando llegué a la puerta de la cárcel. Ella estaba ahí, seria, imponente y lista para ingresar al establecimiento en el que la libertad se deja ante las rejas de hierro.


Me esperaban para la visita carcelaria: el director, la guardia y los internos. Pero, yo no podía dejar de mirar a esa mujer tan grande, imponente y -hay que decirlo- con una sensualidad a flor de piel. Me acerqué con nerviosismo y la saludé: buenos días, señora Diana Navarro Sanjuán. Era enorme, en todos los aspectos. Más o menos medía 190 cms. de alto. Calzaba unas sandalias con tacones de tres centímetros. Se volteó con su sonrisa, entre pícara y seria, para decirme: doctora Novoa, buenos días. Ese fue nuestro saludo por el resto de la vida. Su cabello negro azabache, suelto y rizado; su piel negra ébano brillante, que daban ganas de tocar, porque inspiraba suavidad, sensualidad y dureza. No se cómo explicar ese sentir tan extraño que producía la señora Diana, pero puedo contarles que fue un amor instantáneo por quien, hasta ese entonces, me generaba respeto y admiración.

Ella, quien en su vida se autodenominó “negra, marica y puta”, enmarcaba en un solo cuerpo varias de las discriminaciones más latentes de la sociedad. Nació en un cuerpo que no le correspondía, en uno de los sectores poblacionales más machistas y homófobos la costa norte colombiana. Era negra, y por motivos de violencia -tanto local como familiar, ya que no la aceptaron tal como era (hasta el día de su muerte, la familia usó su nombre jurídico)- migró a Bogotá a los 14 años de edad. Llegó al barrio Santafé, en la localidad de los Mártires, donde vivió hasta su muerte. Por necesidad, ejerció el trabajo sexual.


Se consagró, a partir de sus vivencias, a trabajar por las personas en ejercicio de prostitución en el barrio Santafé, en especial por aquellas mujeres trans en habitabilidad de calle.


Su corazón no cabía en su cuerpo… Más de una vez la vieron en la madrugada cargando -literalmente- mujeres asesinadas. Para que los animales no dañaran los cuerpos en la calle y que no fueran enterradas en fosas comunes como NN, les daba un sepelio digno, que pagaba de su bolsillo. En más de una ocasión, esos cuerpos eran velados solamente por ella, porque para ella, esos hombres y mujeres merecían una despedida. ¡Como no amar y admirar ese ser humano tan magnífico!


Diana se convirtió en mi compañera de utopías, mi amiga, confidente y hermana. Este término de hermana y de familia extensa, solamente pasa en los sectores en que he tenido el placer de trabajar. Para poder tener una cercanía y afecto tan grande, se forma una familia que se une por los afectos, con las mismas dinámicas de la familia de sangre.

Se consagró a trabajar por las personas en ejercicio de prostitución en el barrio Santafé, en especial por aquellas mujeres trans en habitabilidad de calle.

La señora Diana Navarro Sanjuán tenía una seria e irreverente manera de 'incomodar'. Era uno de sus mayores placeres. Hace 14 años, aproximadamente, realizamos en el Congreso de la República la primera audiencia del sistema carcelario y penitenciario -me enorgullece decir que fue la única vez que el Congreso, por medio de control político, logró que un director del INPEC saliera de su cargo-. Para esa audiencia, por supuesto, la invité para que, desde su perspectiva de defensora de derechos humanos, miembro de la población trans, hablara de la manera en que tratan a una población que históricamente ha sido discriminada y maltratada por falta de conocimiento en los establecimientos penitenciarios y carcelarios, donde son recluidos los hombres y mujeres trans que son privados de la libertad. Y, a su vez, ella propuso soluciones, y presentó lineamientos y protocolos, que, al día de hoy, aún se implementan en las cárceles.

La audiencia se desarrolló en el icónico Salón Elíptico -donde se realiza la plenaria de la Cámara de Representantes- y fue trasmitida en directo por el canal institucional. Ella estaba vestida con un sastre rojo, tacones negros, lo que la hacía aun más imponente. Su cabello suelto, negro, largo y rizado, y maquillada para la ocasión. En el preciso momento en que subió al atril, con su imponencia y majestuosidad, mi teléfono no dejó de sonar: “¿que hace ese macho vestido de hembra en el atril...?”, “¿qué es esta falta de respeto por el Congreso y su institucionalidad…?”. Así, muchas frases que en ese momento pasaron a un segundo plano para mí, porque su intervención era fantástica. Valió la pena cada regaño e insulto. Cuando bajó del atril me acerqué para contarle y me respondió: “Mija, eso no importa, vamos marcando el camino para el cambio, hoy hicimos historia”.


Podría contar mil historias que, como esta, me llenaron de orgullo de estar en su vida y me privilegiaron porque ella estuvo en la mía. Sin embargo, después de luchar por la igualdad, por la política pública distrital y nacional LGTBIQ+ -en especial, la inclusión de su población trans-, de iniciar y conformar el polo rosa y de trabajar arduamente por la construcción de un país en paz, murió con una sistemática agresión institucional. ¡Que ironía, luchó para que tantas personas no pasaran por esto, y fue ella quien más lo padeció!


Recibió atención médica precaria debido a su género. Fue sometida a falta de respeto en hospitales públicos por no llamarla por su nombre identitario. Víctima de agresión de la Secretaría de Integración Social del Distrito, donde había trabajado, -en especial por parte de la Subdirectora de población LGTBIQ+, que atrasó sus últimos pagos (que le hubieran permitido una calidad de vida en sus últimos meses)- Además, no le concedió estabilidad laboral reforzada en su lecho de muerte, y, a pesar de que conocía su carácter altivo, la sometió a toma de fotos. Aun no entiendo para qué hizo eso cuando Diana Navarro Sanjuán permanecía en su lecho de muerte. Y, al no ser suficiente, tal vez por elevar aún más su ego, usó el nombre jurídico de la señora Diana en un medio de circulación nacional. Ese hecho sigue agrediendo su memoria de manera sistemática. Lo escrito y publicado no se borra de internet.


Nosotros, la familia extensa, sus hermanos, hijos, hijas y nietos la despedimos como le hubiera gustado. En todos los espacios se respetó su nombre identitario, la llevamos al Santafé, su barrio amado, donde la despedimos en plena calle, entre música, palabras hermosas y con el adiós de hombres y mujeres en ejercicio de prostitución. ¡Magnífica despedida!


En la funeraria hubo respeto por las diferencias, por las mujeres y hombres diversos que asistieron al sepelio -muy concurrido por demás-. Hubo música, palabras de distintos líderes religiosos y de varias religiones. Estaba hermosa, con su vestido azul, que resaltaba aún más su color negro de la piel. La despedimos entre risas, anécdotas y lágrimas.

Para quienes la conocimos siempre estará. Pasará a la historia del movimiento social y político. Ella, una ‘negra, marica y puta’, fue quien abrió espacios para que muchas personas de la población LGTBIQ+ puedan tener los derechos y la igualdad que ella no tuvo.


Orgullosa de haberla tenido en mi vida, de llamarla hermana, de haber luchado a su lado y de aprender cada día de su valor y entereza.


Gracias señora Diana Navarro Sanjuán, por tanto.


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