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Amar en un mundo en ruinas


En una época en la que todos los ideales y valores, los grandes significantes y principios orientadores, se hacen agua en las manos de una sociedad que se rinde ante el lenguaje, el utilitarismo y una idea de razón que pareciera haberse trazado como misión arrebatar a los hombres cualquier forma de sentido y espiritualidad, convirtiéndolos en ranas pensantes y aparatos de objetivación y registro con las entrañas congeladas, hablar del amor parecería absurdo.

El amor ha venido a reducirse a una reacción química, homologable a la que genera en el cuerpo el chocolate, o cuando mucho a una palabra más, hecha del supuesto arjé de todas las cosas: deseo-placer. En fin, el amor hoy no es más que un significante vacío que cualquiera puede usar a su antojo, sin miramiento ni consideración.

Pero más allá de nuestro mundo moderno y ultramoderno, el amor es algo muy diferente. Entre los antiguos occidentales existían tres palabras para referirse a lo que nosotros llamamos amor, o, más bien, tres clases de amor diferentes: eros, filia y ágape. El primero, designa el amor pasional, el que se siente por lo que se desea, por ejemplo, por el ser amado, cuando no se le posee del todo; es un amor turbulento. El segundo es el amor por lo que se tiene, por lo que se disfruta, es la amistad, el afecto frente a un ser querido, es un amor que vive en el bienestar, más que en el deseo. El último, y también el más tardíamente acuñado, pues surgió en Roma con el cristianismo, es el amor que vive más allá de la posesión y del deseo, del interés personal; es un amor desinteresado que se expresa en la caridad, pero especialmente en la trascendencia, respecto a la materialidad y al individualismo; y su máxima representación es Dios. Dios como amor incondicional.

El propio San Pablo en la primera epístola a los Corintios, capítulo XIII, llega a elevar al amor por encima de las grandes virtudes; y entre los tres dones fundamentales, que son la fe, el amor y la esperanza, lo destaca como el mayor. Poseer cualquier otra cosa, aun en el orden de lo espiritual, y no poseer amor, es como no tener nada, señala el apóstol. El amor prevalece en el tiempo después que todo ha pasado, incluso la profecía y las lenguas, como manifestación del Espíritu Santo. Perdura y persevera. Es el motor fundamental de todo, el aliento de vida que llevan los actos más puros de entrega y sacrificio.

De modo sorprendente, en la Filosofía Oriental, aproximadamente seis siglos antes, se nos aparece una imagen del amor muy similar. En el Tao Te King, numeral 46, Lao Tse afirma conocer tres cosas preciosas, la primera de las cuales es el amor –junto a la austeridad y la humildad. El amor, según dice, permite a quien lo tiene ser valeroso: el que no tiene amor no tiene móvil para la valentía, y al final de cuentas, cuando llegue la muerte, terminará dominado por el miedo. El amor vence al miedo, y tal como señala San Pablo, es un motor, una fuerza capaz de mover al hombre. El amor es entonces un impulso y una forma de voluntad casi sagrada, y a la vez una potencia política, pues saca al hombre de la quietud y de la pasividad. Le compromete más allá de su propio ser con el mundo y con los otros.

Por eso es necesario saber amar y saber qué amar, porque quizá no hay otra cosa más importante, real ni autentica. El sentido de la vida es el amor. Encontrarlo, crearlo, despertarlo, avivarlo, vivirlo. Solo el que es capaz de amar es capaz de entregarse. Solo el que siente amor puede realmente sacrificarse, porque pone aquello que ama por encima de todo, incluso de sí mismo. Con razón dice André Comte Sponville que el amor es la cuestión fundamental y el tema más interesante, pues todas las demás cosas solo valen en proporción con el amor que ponemos en ellas. “Así pues, hay que amar el amor o no amar nada – hay que amar el amor o morir; por eso el amor, y no el suicidio, como aseguró Camus, es el problema filosófico realmente serio”.

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