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Los fatídicos trenos del hombre Caimán


A Pello Mancera,

mi más grande amigo en la

Infancia remota

Gratiniano Caro, atarrayero y pescador de muchos años, narrador de leyendas del río, de piel morena, cabello nevado y ojos intensamente morados, fumador consuetudinario de calillas, bigote chapliniano y hablar pausado, me contó que una madrugada bajo un torrencial aguacero escuchó los fatídicos trenos de Saúl Montenegro, el hombre que en el puerto de Jabonal, muy cerca de Plato, se volvió caimán.

“Lo vi recostado sobre las raíces de unos fósiles pintacanillos, rodeado de otros caimanes de verdad verdad que lo miraban sorprendidos y sobre cuyos espinazos dormitaban cientos de garzas con una pata levantada formando un cuatro. Era él, me dijo. No había dudas usaba los mismos lentes de montura de plata, el bigote poblado pegado a las gruesas patillas. Lo conocí más, por los trenos tristes que emitía su alma errante, y por el tic nervioso en el ojo izquierdo, muy cerca de la cicatriz que le hizo Juana Cayuya la noche en que quiso desguazarle el tesorito”.

Pero fue Virgilio Di Filippo, un mompoxino de regia estirpe, oficinista, sacristán y amanuense que en su ratos libres tocaba el armonio medieval en la iglesia parroquial de Plato, nunca pensó que aquella historia inverosímil que recogió de la tradición y de los pescadores a finales de 1880, y que él mismo había publicado en Caracas, un siglo después se convertiría en una de las más hermosas leyendas que recrean el panorama cultural de la Nación colombiana.

Saúl Montenegro, el hombre que se volvió caimán, era de familia honorable, tenía la boca llena de dientes oro, un niño en cruz en la muñeca izquierda, tocaba el tiple y gustaba de poner serenatas con victrola a las mujeres casadas. Tenía dos queridas de asiento y se había sacado siete más que las tenía en cualquier parte. El día en que se presentó con las dos ánforas que le había ganado en franca lid a un indio de la sierra del Perijá, pregonó por todo el pueblo que ahora si no se le escaparía ninguna joven porque se volvería caimán, pero nadie le creyó porque además de mujeriego era un boca floja que hablaba siempre dándose bombo.

Como otras tantas leyendas colombianas de la tradición, sacra o profana, la del Hombre Caimán no iba a ser la excepción, puesta esta tiene sus orígenes en la Metamorfosis (Lucio Apuleyo, siglo II antes de J.C.). Allí la hermosa y celosa Fotis le unta un ungüento equivocado que convierte a Lucio en un asno tonto y peludo, cuando éste quiere perseguir a la deslumbrante Pánfila, esposa del avaro y tacaño Milón, que se ha convertido en búho y cuyas hechicerías son conocidas por los habitantes de Hipata. En la Metamorfosis, como muchas narraciones sacadas de las antiguas Mitologías, años después Lucio vuelve a la normalidad cuando Diana descubre que aquel asno no es tal sino un hombre hechizado.

En Plato, Saúl Montenegro, tenía una fama de don Juan que en lugar de pescar como lo hacían muchos de sus amigos y familiares, se iba en las mañanas a mirar las mujeres que se bañaban desnudas en el río. Sus familiares y amigos solo dejaron de pescar cuando Montenegro se regó el ungüento mágico y se convirtió en un esbelto y joven caimán, con tan mala suerte que el líquido que lo devolvía a su estado natural se reventó, ya que el frasco resbaló de las manos de su amigo Felícito Triste, asustado de ver tan cerca de semejante fiera cayéndole solo un poquito en el rostro.

Supe que el Hombre Caimán regresó a Plato después de muchos años, vino bailar cumbia, cantar vallenatos, tocar tiple y victrola, beber ron de caña y alegrar y prodigarle satisfacciones y alegrías a la gente como aquellas que sentían las mujeres cuando iban al puerto a buscar agua en una múcura en la cabeza y apenas llegaban, se despojaban de la abigarrada camisola y se desnudaban y exhibían a pleno sol la enorme panocha que ellas mismas señalaban con el pulgar de la mano porque sabían que él estaba atisbando furtivamente en algún rincón de la orilla. Le dejaban una botella de ron como premio a su osadía.

Mucha gente cuenta que la anciana madre de Saúl Montenegro, el hombre que se volvió caimán, iba todas las mañanas hasta el Jabonal y le dejaba la comida, tabaco y ron. Comía, se fumaba un tabaco y se bebía las tres botellas de ron y con una marimonda se iba agua abajo en un tapón de gramalote y taruyas cantando los lamentos fatídicos de su desgracia, acompañado por el trinar alegre de los pájaros errantes y la risa cómplice de las zagalas que desde sus casas en la Albarrada le iteraban besos furtivos de cumplido.

Los habitantes de las riberas del Magdalena, en tiempos de la celebración del Día de la Virgen de las Candelas, se lanzan en tropel en canoas, piraguas y almadías, a las aguas del río y de las ciénagas, porque esperan que nuevamente aparezca Saúl Montenegro, el Hombre que se volvió caimán, espantado por el Mohán o por que quiera llevarse una nueva zagala.

Lucio volvió a su estado normal veinte años después, pero Saúl Montenegro aún sigue con el estigma de ser un saurio. Yo lo vi por primera vez metido en una jaula en que era exhibido como una especie en vía de extinción en un circo de mala muerte, donde se pegaba unas fumas con un ilusionista que se tragaba un hacha con todo y mango ante los ojos estupefactos de la gente. Recuerdo que le pidió un helado a mi hermano Eddie, no había envejecido, pero su mirada a través de los lentes era triste y meditabunda. Después nunca más supe de él, hasta el día en que escuché lo que contaba Gratiniano Caro el atarrayero que lo vio llorar un tibio amanecer recostado a las raíces de un anciano pintacanillo, mientras contemplaba como sobre las aguas del río revoloteaban garzas, golondrinas y canarios que iban agua abajo sobre un matojo de taruyas.

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