
Hace años, leyendo la vida de Juan Rulfo, supe que él había sido víctima de la ‘Revolución cristera’ en el Estado de Jalisco hacia los años 30 del siglo pasado. Vivían en el campo y él asistía a una escuela rural. Volviendo de dicha escuela, después de la jornada diaria de estudios, vio que el rancho, donde era su hogar, ardía y, al subir corriendo hacia su casa encontró que los cristeros habían asesinado a sus padres ¡Horror! Desde ese momento comenzó una pesadilla para él y su hermano. Al ser su familia directa de pocos recursos, sus parientes se vieron obligados a trasladarlos al hospicio Cabañas en Guadalajara.
Todos los que admiramos a Rulfo sabemos que era un hombre taciturno, tímido, más bien callado y muy poco sociable. Pero para nada violento y mucho menos dado a la venganza.
El escritor convierte esa dolorosa vivencia de infancia en una fuente de inspiración en su obra literaria. Tanto la revolución de Pancho Villa y Zapata, como la de los cristeros y los campesinos que habitaban en esos pueblos fantasmas de 'Pedro Páramo' están en cada una de sus palabras. Es un hecho que él supo canalizar, hacia una salida digna y creativa, todo el dolor que la violencia más que desmesurada dejó en su alma.
Cuando me enteré de los hechos sucedidos en Tierralta (Córdoba) se me vino a la mente lo que había leído sobre la violencia que había tocado tan profundamente al novelista jalisciense de niño. Un alma desolada que, con los años, transforma su dolor en las imágenes profundas de un México desgarrado por guerras fratricidas, donde la intolerancia y el fanatismo mandaban.
Explicar la violencia no es tan sencillo como parece. Muchos dicen que es causa de la pobreza y el hambre, otros que se debe a la ignorancia y a la poca inteligencia de nuestro pueblo. Es muy posible que ambos grupos tengan un poco de razón.
Sin embargo, hay cosas que se consideran solo tangencialmente. Mucho de lo que sucede en el país es el resultado de unos dirigentes tanto políticos como financieros, que abusan del poder de una manera alarmante. Estos grupos creen que la única forma de tener autoridad es mediante los excesos. No son capaces de entender que eso no es sino un autoritarismo absurdo que legitima la violencia como única forma de relacionarse.
Un Estado que no vela por el bien común, como es el nuestro, no está en la capacidad de caminar hacia el progreso. Solamente de perpetuar la ineficacia y el desorden institucionalizado. No asume compromisos y, por lo tanto, no propicia cambios para el progreso.
Así las cosas, el niño, hijo de María del Pilar Hurtado, que al igual que el escritor mexicano, ha sentido en la epidermis un dolor que le traspasará el alma a lo largo del resto de su vida. Si lo miramos fríamente, sin dejarnos nublar la vista por el dolor que esto causa, hay que aceptar que esta persona es muy improbable que encuentre una salida creativa y positiva al problema psicológico causado, en gran medida, por el actual gobierno colombiano; incapaz como ha sido por años, de brindarle protección a su madre. Tenemos un gobernante que no tiene la sensibilidad necesaria para apersonarse, él mismo, no delegándole su responsabilidad a otros, de un caso tan grave. Es increíble que Duque, padre joven, con niños, que podrían ser compañeros de juegos del pequeño que perdió a su progenitora, no se ponga la camiseta de Colombia sino para ver los goles de los futbolistas en la Copa América.
Es por lo tanto, este tipo de irresponsabilidades históricas las que llevan a muchos a tomarse la justicia por sus manos, antes de buscar salidas creativas como lo hizo Juan Rulfo en un México igual de convulsionado a lo que es, hoy en día, esta Colombia tan violenta y tan humillada ¿ Hasta cuándo?