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A mi ciudad nativa


Cuando a principios del siglo XX, Luis Carlos López Escauriaza, más conocido como ‘El Tuerto López’, escribió su célebre poema “A mi ciudad nativa” muchos dijeron que era un despropósito y que se notaba el resentimiento en sus palabras. Sin embargo, casi cien años después de que poeta diera a conocer estos versos se puede decir, sin equivocarse, que aquello de “caterva de vencejos” es un elogio frente a lo que se tiene hoy en día.

Si bien es cierto que la ciudad fue “heroica en años coloniales” y por supuesto aún más durante el proceso de Independencia, lo cierto es que en siglo XXI es un ejemplo de desorden y desgobierno. Siempre se culpa de esta situación a los politiqueros que también eran denunciados, con frecuencia, en los versos satíricos del Tuerto. Pero no olvidemos que todos somos responsables.

Esta ciudad está al garete. No hay que disfrazar la verdad con adjetivos melifluos. Esta no es una ciudad fantástica, a pesar de su inmenso potencial que tiene tanto en su belleza histórica y cultural, como en el entorno humano que la rodea. Conservar este terruño no es únicamente tratar de satisfacer los caprichos de los visitantes, sean estos nacionales o extranjeros. Principalmente se trata de reforzar el sentido de pertenencia de los que acá habitan.

Disfrazar a las palenqueras de banderas ya sea de Colombia o de Cartagena, no las hace más atractivas, las convierte en inauténticas. Sus tradiciones, tal como fueron durante siglos, tienen que cuidarse. Su manera de vestir, usando el llamado ‘negrito’ las hace recobrar su sentido de dignidad de un pueblo que no siempre, o más bien, casi nunca, ha sido valorado. Ser ellas mismas es mucho más encomiable que volverlas una especie de distracción ‘circense’ para los foráneos. Es indignante que sean las mismas autoridades las que atropellen la historia de la dignidad de nuestros habitantes.

Este ejemplo, aparentemente sin importancia, se repite cuando se trata de los sitios emblemáticos del Centro Amurallado. Nada más indignante que el destino actual que tienen los parques y plazas que han sido sitio de reunión de los ciudadanos del común. Se les ha ido casi que ‘expropiando’ estos lugares para que los fuereños se comporten en ellos como hordas bárbaras. ¿Qué, si no, sucede en las noches en el altar de la Patria que es la Plaza de la Trinidad? Hasta hace unos años los habitantes de Getsemaní la tenían para reunirse con amigos y vecinos y disfrutar de diversas actividades: los niños, por ejemplo, jugaban “bola de trapo”, tal como lo relata el poeta Pedro Blas Julio Romero, y este sitio se convertía en un improvisado diamante beisbolero que hermanaba este lugar con todo el Caribe, en un deporte que era y es un signo de identidad de una zona de importantes peloteros. ¿Cuántos de nosotros, en la infancia, volamos barriletes en las murallas? ¿Por qué motivo debe esto acabarse? ¡Es un contrasentido que se siga pensando que el destino de los cartageneros es esconderse dentro de sus casas! ¿Qué nos hace pensar que esto nos hace más atractivos para los viajeros?

Para entenderlo basta una pequeña reflexión. Si uno sale de viaje, a cualquier destino, es para encontrar algo diferente a lo que hay en su terruño. Si va a encontrar exactamente lo mismo, está perdiendo el tiempo, porque con seguridad es mucho más amable, lo que tenemos en casa.

¿Cuándo entenderán las autoridades que el ser Patrimonio de la Humanidad no es únicamente mantener unas casas coloniales sino también preservar una idiosincrasia propia que es el resultado de varios siglos de fusión de razas?

Cartagena dejará de ser la de unos gobernantes “caterva de vencejos” cuando defendamos lo nuestro. Mientras tanto el Tuerto López llorará en su tumba a esta ciudad de nuestros ancestros tan querida y tan maltratada.

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