Regresé a mi pueblo, recordé sus dolores, reviví sus nostalgias. Realmente, vine a descansar y a reconocer parajes y escenarios que antes no recorrí, sin embargo es imposible alejarse de lo que realmente sucede. Es innegable que después de un año de la tragedia causada con la avalancha, persiste un aire de tristeza, un aire sombrío que se esconde detrás de cada mirada alegre y de cada sonrisa de sus habitantes.
La huella de barro, troncos y piedras aún subsiste en su miradas. El tema de conversación en las esquinas y en los cafés aún es la avalancha. Familias enteras aún se sientan en torno a una mesa a recordar los momentos de angustia y dolor que pasaron aquella noche del 31 de marzo, en medio de los almuerzos aún las mejillas reciben sus lágrimas. Cada cristiano tiene una historia triste por contar. Muy a pesar de lo ocurrido y de las advertencias de no regresar a los lugares que fueron arrasados por la avalancha, la gente que no tiene más espacio que el pedazo de tierra que quedó después de que desapareciera su casa, se ha visto obligada a volver a ese estrecho espacio y levantar ahí un nuevo remedo de rancho donde cubrirse de la lluvia espesa que además es constante. Esa lluvia que llega amenazando nuevamente sus vidas, alertando cualquier corazón en calma.
Y es que, como si no fuera poco, como si Mocoa no fuera ya un destino que ha vivido cundido de dolor de violencia, de guerras, de desplazamientos y de una corrupción que corroe los espacios más recónditos de cualquier paraje aislado, la naturaleza trae estas desventuras y desgarra vidas y familias enteras.
A Mocoa le ha tocado vivir todos los flagelos habidos y por haber, pues siendo una región tan ancestral, un pueblo que tiene más de quinientos años, estuvo en el abandono y en el atraso que muchos no quisieran ver en una ciudad que es capital de departamento. Pero que en Mocoa se ve. Es una circunstancia que se nota.
Sin embargo, pese a tanta adversidad, Mocoa es un lugar donde la gente está forjando sus almas con dureza y con temple, sus habitantes no se quiebran, no cesan en sus intentos por hacer de su ciudad un lugar mejor. Hoy, a pesar de toda esta tragedia vivida, van construyendo una región que reverdece, que renace y se transforma. Van construyendo una región que hace sentir la fuerza de sus almas y empieza a demostrarle al mundo entero que son cuerpos hechos de acero y barro, de ese barro que una vez destruyó, pero que hoy construye y arma. Hoy, es una ciudad capital que reverdece, que se reinventa, a pesar de tanto dolor que solo los más perceptivos ven. Los mocoanos hoy, en medio de los árboles recién sembrados y de los brotes de hierba verde que nacen entre las calles llenas de enormes rocas, rearman sus casas, sus centros de comercio, sus escuelas y reinventan sus historias, con nuevos sombreros, chorizos, plátano verde, yuca, tomate y muchos de los productos que insisten en comercializar, rearman razones que los hacen sonreír desde sus corazones.
Este es mi homenaje para ellos, para los mocoanos, para mis coterraneos de corazón que vivieron y sobrevivieron, a los que aguantaron y avanzaron. Este es mi homenaje y mi reconocimiento a sus luchas y a su espíritu perseverante, pues hay que estar hecho de acero y barro, hay que estar hecho de buena madera para seguir adelante después de tanto golpe.
Hoy, un año después de la avalancha, cuando vine y vi a esta ciudad con ojos de buena observadora, pude percibir sus tristezas, pero por encima de estas, pude percibir el espíritu aguerrido y fuerte que los empuja y los impulsa a levantarse, a seguir construyendo y fortaleciendo una región llena de un verde esperanzador que mañana será el aire para esta nación y para este mundo que sin ningún cuidado, hoy se desmorona.
Mocoa se está formando para ser la fuerza verde y natural que prodigará con orgullo y generosidad el aire para que muchas naciones respiren en paz. Para lo suyos, el eterno descanso y para ustedes: ¡chapeau!