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La visión de una sobreviviente


  • Marcela Loaiza logró escapar, en Japón, de las garras de la red de trata de personas.

RUTH ALEJANDRA SEGURA

Redactora de CIUDAD PAZ

“Ser sobreviviente de trata de personas, es como tener un tatuaje en el alma, nadie lo puede ver, pero estará ahí por siempre”, afirma Marcela Loaiza, víctima del flagelo.

Sonriente, segura y empoderada. Así se ve a simple vista Marcela Loaiza, una mujer que enfrenta la vida con valentía.

Cuando se dirige al público, nadie puede imaginar las cicatrices que marcan su corazón, nadie puede imaginar los horrores que sufrieron su cuerpo, los recuerdos que golpean su mente y las heridas que a pesar de haber sanado, permanecerán en su alma por siempre.

Esta mujer que hoy disfruta de una vida en familia junto con su esposo y sus tres hijas, es una sobreviviente de la trata de personas.

A sus 21 años, Marcela era una joven humilde y madre soltera, habitante de un barrio popular de Pereira, que luchaba por sacar a su hija de tres años de edad del hospital donde se negaban a darle de alta hasta que pagase la deuda. A pesar de sus esfuerzos, los días seguían corriendo y con ellos se incrementaba la cantidad de dinero a cancelar.

Por estar pendiente del grave estado de salud de su hija en la unidad de cuidados intensivos perdió sus dos trabajos. La desesperación se apoderó de ella, sentía que en todos lados le cerraban las puertas. No tenía ni para comer.

Allí, atribulada, recordó que años atrás cuando trabajaba en una discoteca, un hombre se le había acercado y le había prometido que podría hacerla famosa. Le alabó su aspecto físico y sus habilidades para el baile.

Cuando escuchó la oferta, no le interesó, pero en ese momento de desesperación podría ser la solución. Buscó la tarjeta y desafortunadamente la encontró, sin sospechar siquiera que ese sería el inicio de un clavario que parecía eterno. Con la tarjeta en la mano, se decidió a llamar al hombre, con quien se encontraría horas después en una cafetería.

Ella lloraba y le confiaba como se sentía. Le contó las tristezas más profundas, sus grandes vacíos, tantas necesidades que no podía suplir y el difícil momento que atravesaba con su pequeña hija, encontrando en aquel hombre un amigo que le extendía la mano y le ofrecía la ayuda que tanto había anhelado encontrar.

Él le brindó palabras de tranquilidad, le prometió soluciones y sacó de su bolsillo quinientos mil pesos para que sacara a su hija del hospital.

Marcela vio un ángel que había llegado a salvarla de ese abismo en el que se encontraba. Un hombre maravilloso que no solamente le había prestado dinero para pagar la deuda hospitalaria, sino que además le prometía viajar en avión (un sueño inalcanzable para ella), la volvería famosa y ganaría mucho dinero.

Marcela no lo pensó dos veces y siguió al pie de la letra sus indicaciones: “No le cuentes a tu familia nada, porque si le cuentas, te van a hacer arrepentir y ya tienes una deuda conmigo de 500 mil pesos y me la tienes que pagar. No le cuentes a tus amigas, porque viene una más bonita que tú, y yo le doy la oportunidad a ella y no a ti...” Recuerda estas palabras al igual que sus súplicas: “por favor, contráteme a mí, que yo lo necesito... Por favor, deme el trabajo a mí y a nadie más”.

En menos de ocho días, Marcela contaba con pasaporte y tiquetes. Dejó a su hija con su madre, a quien le aseguró que se iba para Bogotá a buscar dinero para poder pagar todas las deudas que tenían.

INICIO DEL CALVARIO Abordó el vuelo en Pereira, con escalas en Bogotá y Ámsterdam, finalizando en Tokio.

Cuatro hombres esperaban a Marcela con su foto en el aeropuerto de Tokio, sus caras lo decían todo. Ella entró en pánico y quiso reversarlo, caminar hacia atrás, devolverse, pero algunos segundos después apareció una mujer colombiana, amable y cariñosa, quien la trató muy bien y en quien Marcela vio un segundo ángel.

“Los ángeles existen”, pensó, llenándose de tranquilidad. La mujer la llevó a un apartamento donde le dijo que descansara.

‘LA PEOR DE MIS PESADILLAS’ Marcela desconocía cuantas horas había dormido, pero despertó al sentir patadas en sus piernas y la voz de una mujer que le decía “hijueputa levántese que aquí usted no vino a dormir, usted aquí vino a trabajar y a hacer lo que yo diga”.

Envuelta en lágrimas le preguntaba que por qué la trataba así. No podía comprender que la misma mujer cariñosa del aeropuerto ahora se estuviera convirtiendo en otra pesadilla de su vida.

“Usted fue la única que se creyó el cuento de que venía a bailar y a hacerse famosa. Usted vino a bailar, pero con los hombres en la cama...”, “Ahora, usted es mía y va a hacer lo que yo diga”. Las palabras amenazantes aún resuenan en su memoria...

Llena de valor, le dijo a quien ya no hacía el papel de ángel sino de diabla, que iba a ir a la policía y que así no supiera el idioma se iba hacer entender, pero el coraje se esfumó rápidamente cuando escuchó a su interlocutora: “Claro que sí, puede llamar desde mi celular, puede que la escuchen, puede que la entiendan, pueda que la deporten, y puede que vuelva a Colombia, pero no le garantizo que llegue al entierro de su hija”.

En las calles de Japón, Marcela vivió la explotación sexual en todas sus modalidades, las degradaciones más humillantes que un ser humano pueda vivir, cumpliendo con una cuota de entre 15 y 20 hombres diarios, desde las nueve de la noche hasta las siete de la mañana, en cualquier época del año, sin descanso.

Era cambiada de lugar cada diez días para que no reconociera las calles y no pudiera escapar. Cada vez que se terminaba su jornada, al llegar al hotel era desnudada junto con las demás compañeras y requisadas para verificar que no escondieran en ninguna parte dinero del producido. Si les encontraban dinero, les quemaban sus partes íntimas con cigarrillos, y aún así tenían que salir a trabajar al otro día.

LA GOLPIZA En una oportunidad un japonés le exigió tener ‘sexo loco’, aberraciones que ella no pudo soportar y le dijo que no quería seguir más, que se detuviera, que su cuerpo no le daba más e incito al hombre a que cogiera su arma y le propinara un disparo. Al fin y al cabo, ella sentía que era lo mejor que le pudiera pasar en ese momento.

No hubo disparo, pero si una golpiza que dejó a Marcela con la cara desfigurada, la lengua agujereada con sus propios dientes, las costillas rotas y varias semanas en el hospital, alimentada por una sonda.

Cuando despertó, lo primero que escuchó fue la voz de su tratante hablando con los médicos, con quienes ella no tuvo ningún contacto. Apenas le dieron de alta se encontraba de nuevo en las calles. “Le dije a mi tratante que si apenas le pagara los quinientos mil pesos me podría devolver a mi país, pero su respuesta fue que ya no eran quinientos mil pesos, sino cincuenta mil dólares”; deuda que fue pagada durante dieciocho largos meses.

En varias oportunidades Marcela hizo intentos fallidos por decirles a sus clientes que ella no quería estar allí, pero estos no le creían. Y tomó la decisión de quitarse la vida con una sobredosis de pastillas, pero una de sus compañeras la encontró y le salvó la vida. “Yo pensaba que era la única opción para salir de esa pesadilla era morirme”.

LE CREYÓ En una oportunidad hizo un dibujo para un japonés que siempre la buscaba. Pintó una muñeca llorando y flechas que se dirigían a un mapa de Colombia y le decía “my Colombia, please”, visibilizando la magnitud del desespero de una víctima que no puede defender sus derechos ante la imposibilidad de comunicarse, por el desconocimiento del idioma.

Ese hombre le creyó. Empezaron a esperar el momento indicado para escapar. A pesar de que Marcela ya había pagado su última cuota de los 50 mil dólares, tenía mucho miedo, ya que lo que se escuchaba era que cuando cada una de las victimas terminaba con una deuda, eran vendidas a otra mafia para empezar con otra deuda de cincuenta mil dólares.

En este momento le dijo al japonés que ya estaba lista para escapar, quien le había comprado una peluca de color negro, para que pasara desapercibida ante los ojos de los hombres que desde cada esquina vigilaban a las víctimas (todas eran rubias), le entrego dinero, un mapa y salieron de gancho hasta un punto donde la dejo y ella empezó a correr lo más rápido que le permitieron sus pies, hasta llegar a la estación del tren. Paradójicamente, tan sólo una estación más adelante, estaba ubicado el consulado de Colombia.

Marcela llego llorando y gritando, pidiendo ayuda, en un estado de choque, que no permitía que nadie se le acercara porque creía que todos eran los tratantes y vigilantes que la estaban buscando y la habían encontrado; después de dos semanas terminó el proceso de repatriación, y le prometieron que si iba a denunciar la iban a apoyar, le iban a dar apoyo psicológico, protección y prestación de la salud inmediata porque venía en muy mal estado de salud, con una anemia con la que hoy en día todavía lucha.

AÚN ESPERA... Cuando llegó a Colombia, presentó la denuncia, pero la Fiscal 16 de Pereira la recibió con preguntas como “¿usted está segura que no sabía que iba a prostituirse? y hoy en día sigue esperando la ayuda que el estado le prometió.

Después de varios años de lucha, sin lograr conseguir un trabajo honorable, sin atención psicológica, sin el apoyo de sus seres cercanos, si la atención del estado, sin conocer siquiera que ella era una víctima de un delito, y culpándose todo el tiempo del rumbo que había tomado su vida, odiándose, tomo la decisión por segunda vez de quitase la vida, pero fue allí, en una iglesia de Pereira, donde una monja de Las Adoratrices de Bogotá, la escucho y le dijo “Tu eres víctima de trata”. La llevo al psicólogo, donde le brindaron terapia por tres años, hizo catarsis en su vida, escribió un libro que guardo por ocho años, y asistió a sesiones junto con su familia para que ellos también pudieran entender por el proceso que ella había tenido que pasar, porque ni siquiera conocían que existía algo llamado trata de personas.

Hoy en día, Marcela Loaiza es una mujer nueva. Dedica su vida a trabajar en organizaciones con alianzas que permitan que muchas personas no pasen por lo mismo que ella sufrió.

Comparte su experiencia de vida con representantes de diferentes organizaciones de mujeres a través de su conferencia “De victima a sobreviviente. Resiliencia, re significación y empoderamiento”, donde aborda temas fundamentales como la importancia de evidenciar muchas de las situaciones de riesgo para caer en las redes de trata de personas, el fortalecimiento del entrenamiento de las servidoras y servidores públicos para la atención de las víctimas como manera de evitar la re victimización, entre otros elementos para ser incluidos en las acciones del gobierno frente a la trata de personas.

 

Voces silenciadas por el desconocimiento

María Carmenza Ussa Tunubala, indígena del pueblo Misak, originario del Cauca, cuenta a CIUDAD PAZ que aun cuando la explotación de servicios forzados o servidumbre son menos visibilizados, están más latentes que nunca, debido a que se habla muy poco de ello y no se reconoce como tal, quizás por miedo o porque muchos “nos sometemos a esa situación por necesidad”.

“Para los pueblos indígenas que hemos llegado a la ciudad a causa del conflicto armado interno y buscando nuevas oportunidades de vida se ha dado la explotación laboral porque la mayoría no tenemos un buen manejo del español, hablamos una lengua propia y, además, desconocemos los derechos laborales”.

Alma, una pequeña niña de la comunidad Misak, llegó a Bogotá forzosamente. La sacaron de su territorio, el Resguardo de Guambia.

Convencieron a sus padres prometiéndoles que le facilitarían estudio, pues aun no lograba terminar la primaria. Al llegar a Bogotá la obligaron a trabajar de corrido sin vacaciones por 10 años.

Sólo cuando tomó valor y entendió que la estaban explotando laboralmente salió de esa casa donde estuvo interna, y luego de asesorarse, denuncio la situación ante el Ministerio del Trabajo pero no tuvo respuesta. El caso quedó inconcluso. Se conoció que quienes la tuvieron por 10 años le ofrecieron dinero “para que dejara así”, pero se desconoce si lo recibió o no, según relata María Carmenza al referirse a uno de los casos más cercanos que vivió un miembro de su comunidad. “Otra de las situaciones que se ha dado en mi comunidad y que yo logré identificar es la falta de conocimiento en aseguramiento en salud y ARL.

“Hemos realizado jornadas de capacitación sobre el tema de aseguramiento a salud y ARL, puesto cuando trabajé en salud como enlace Étnico, se identificó que las empresas de flores, de fresas y de construcción tenían a los indígenas trabajando sin ningún tipo de contrato formal. Los contrataban, pero no les pagaban la seguridad social, y cuando por alguna enfermedad llegaban por urgencias del hospital no se les atendía por no estar asegurados”.

Es por esta y muchas razones más que María Carmenza sugiere o que cuando se construyan rutas y materiales para trabajar Campañas contra la Trata de Personas se debe tener en cuenta dichas situaciones y sensibilizar a la comunidad en general.

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