| Por: María Matilde Rodríguez
A todos los que me han dicho que votaré por el Sí porque no conozco la guerra les respondo lo siguiente:
Es cierto, yo no tengo nada que ver con la guerra. Lo repetí tantas veces que me lo creí. En mis recuerdos permanece una foto borrosa en blanco y negro de una pequeña iglesia levantada sobre un monte triste de un pueblito de La Mojana.
Cuando mi padre vivía señalaba ese retrato con el dedo y decía que a esa iglesia se la había llevado el río junto con la escuela y varias casas. Por esa razón repitió cuatro veces quinto de primaria porque no había nada más que hacer, por eso mismo las madres del pueblo matricularon a sus hijos una y otra vez en el mismo curso. Que cuando pasó la inundación y el Cauca recuperó su cauce se quedaron solos para siempre porque hasta Dios se había marchado del pueblo.
Después un forastero mató a Antonio y todos los hermanos de esa estirpe se dispersaron sobre la tierra. La bala había salido un siglo antes del pueblo de Ojolargo, pasó por la vereda de Mao, tumbó los frutos de Achí y se instaló en el corazón de una ofensiva sin retorno que lastimó los municipios de Montecristo y San Juan.
Yo no tengo nada que ver con la guerra, eso creo. Mi mamá me apartó con delicadeza, para hacerlo trabajó en Barranquilla durante cuarenta años en una oficina de impuestos que hoy es una galería; cuando se jubiló, con un salario de lágrimas, la bala del cáncer le atravesó el seno que amamantó a sus tres hijos. Cada mes debía presentarse a demostrar que estaba viva para que le pudieran pagar las esquirlas de sus buenos años. Recuerdo que una vez vinieron a cambiarle las pastillas porque descubrieron que las que había tomado durante un año eran falsas. En efecto, el cáncer regreso y no se fue jamás.
Yo no tengo nada que ver en la guerra, eso creo. Mi viacrucis sucedió en colegios que mezclaban la teoría del pensamiento libre con un soterrado racismo académico. Acostumbrados a no aceptar hijos ilegítimos, ni negros, ni indígenas, me sentí siempre como una espía de las filas enemigas. Aprendí y desaprendí inglés. Mi madre de manera silenciosa dejaba sobre mi almohada libros de poemas que me protegían de una televisión donde veíamos las noticias desde el sofá. La guerra venía acompañada de coca cola y papitas fritas.
A mi primo G. lo mataron en la puerta de su casa del viejo Prado; le debían plata pero él nunca contó quién. Lo mataron delante de sus hijos durante la fiesta de cumpleaños de su madre, mi tía Isabel. El niño menor tenía tan solo ocho años y a partir de ese momento nunca fue el mismo; quedó con dos extrañas manías: apretar los ojos entrecerrándolos y decir mentiras. Quince años después moría a manos de los paramilitares de Tierra Alta. Dijeron que lo mataron por mentir sobre su procedencia. Jugaron dominó al lado de su cadáver y nadie pudo ir a recogerlo.
No tengo nada que ver con esta guerra. Cuando el ELN secuestró a mi primo hermano, el mismo que tiene el nombre de mi padre, yo ya me había ido lejos. Las noticias llegaban con la suavidad de las brisas sobre los cerros. Ya no era la misma niña asustada por los golpes contra la mesa. Había logrado olvidar el olor acre que dejan las huellas sobre la tierra húmeda. Logré apaciguar la música triste que mi padre cantaba, olvidar la cabeza recostada de mi madre y el rostro de mis hermanos en la ventana. Mi primo duró casi un año secuestrado en la Serranía de San Lucas, ese lugar donde aún transitan los jaguares que escapan de la beligerancia humana. Dicen que lo soltaron porque lloraba mucho. Su llanto lo escuchaban en un radio de veintiún corregimientos y sesenta y cuatro veredas, otros dicen que la familia pagó el rescate. Mientras tanto yo recorría París tomando fotos en blanco y negro.
A mi otro primo, gerente de la Caja Agraria, lo mataron los paramilitares del bloque sabanas de Bolívar. Quince días después de su muerte, a sus hijas les dijeron que estaban interesados en su finca y ellas no pudieron hacer otra cosa que firmar las escrituras. Ahora viven en el exilio de los afectos puros, llamando por teléfono de vez en cuando y preguntando cómo va la vida de aquellos que quedaron. Después regresé a la isla donde formé una familia nueva porque yo no tengo nada que ver con la guerra. Ahora Bob Marley era mi profeta que lanzaba aros de humo sobre los muertos y sembraba dudas sobre la tierra firme.
El archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina era un buen lugar para volver a nacer hasta que la gente comenzó a marchar por las calles líquidas de una isla de postal. Una fila de hombres hacía barricadas contra todo aquello que les lastimara la memoria, la historia y los recuerdos. Los jóvenes comenzaron a desaparecer montados en lanchas contra el tiempo. Cayeron uno a uno. La llegada de los Rastrojos y los Urabeños en el 2010 dejó más muertos en las islas que en todo el departamento de Córdoba.
Dos años después una sentencia oprobiosa nos quitó el mar y dejó las casas de la vieja Providencia encerradas en un marasmo de olvido, igual al de mi padre cuando el río se llevó la iglesia. Ahora que nadie diga que la guerra es solo un asunto de tierras porque voy a empezar a contar los muertos del agua.
Es cierto, yo no tengo nada que ver con la guerra, eso creo…
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Nota: María Matilde Rodríguez Jaime es autora del blogs Los ojos de Mary Read.