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El Nobel de Paz que nació entre fusiles que desangraron el Carare


ANGÉLICA BLANCO RÍOS, autora de esta crónica, es una de los diez finalistas del Premio Nacional de Crónica CIUDAD PAZ.

Sus vidas eran tranquilas hasta que la guerra tocó a sus puertas. Esta es la historia de los 3.000 campesinos que lograron la paz en un pueblo de Santander, en 1990.

“A todos los que quieran saber mi tragedia la voy a contar”, canta Vicente Fernández y lo acompañan, a una sola voz, los vecinos de mi mesa. Estoy en Cimitarra, en una de las 60 sillas que tiene ‘La Tata’, recinto donde Josué Vargas, Saúl Castañeda y Miguel Ángel Barajas, fundadores de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare (ATCC) y la periodista Silvia Duzán, —que documentaba su historia para la BBC, de Londres—, murieron la noche del 26 de febrero de 1990.

Los responsables fueron sicarios que, con una lluvia, como la que cae hoy, pero de balas, ‘escribieron’ el capítulo que baña a la mesa del lado en la que me encuentro: la número siete.

De eso dan fe los cimitarreños. Ellos saben bien qué pasó en este pueblo, ’enclavado’ en el suroccidente del departamento de Santander y lo cuentan susurrando, como si alguien escuchara lo que hablan o vigilara lo que hacen, como en los viejos tiempos en los que la guerra tocó a sus puertas y los campesinos del Carare a punta de honor y dolor, las cerraron.

Hoy, quienes viven en este lugar, localizado a cuatro horas y media de Bucaramanga y a 283 kilómetros de Bogotá, son la prueba fehaciente de que “ni la impunidad más perfecta puede contra la memoria”, tal y como lo escribió la periodista María Jimena Duzán, en la página 20 de ‘Mi viaje al infierno’, libro en el que narró cómo, en aquel rincón, murieron su hermana y tres labriegos que le regalaron a su comunidad el famoso Premio Nobel Alternativo de Paz, el nueve de diciembre de 1990, en Estocolmo (Suecia).

Cinco años después, las Naciones Unidas en Nueva York, les otorgó el galardón ‘Nosotros el pueblo, 50 comunidades’. Ambas condecoraciones las ganaron por haber desplazado a los actores violentos mediante una resistencia pacífica, que logró formalizar un acuerdo de paz 29 años antes del que se firmó en Cartagena, el 26 de septiembre de 2016, entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), pero que se forjó en La Habana (Cuba), desde el 23 de febrero de 2012 y le dio la vuelta al mundo.

* * *

Todo se dio una tarde de mayo de 1987, mientras 3.000 campesinos reunían a todas sus familias en la vereda La Zarca, ubicada en el municipio de Bolívar, frente al río Carare, donde flotaban los muertos que dejaron quienes mantenían a la población civil en medio de fuego cruzado en los años setenta y ochenta.

Allí los frentes 11 y 23 de las Farc, el Ejército Popular de Liberación (EPL) y Muerte a Secuestradores (MAS), los reunieron con un único objetivo, plantearles cuatro alternativas: “se unen, se arman, se van de la región o mueren”.

Sin embargo, estos grupos lejos estaban de imaginarse que quienes vivían de sembrar maíz, arar la tierra y buscar esmeraldas con sombrilla en mano, con la esperanza de algún día tener suerte y cambiar sus vidas, propondrían una quinta opción.

—No aceptamos ninguna. Los que se tienen que ir son ustedes. Nos dejan en paz o nos matan a todos— cuenta Orlando Gaitán, taita de esta zona, quien recibió el Nobel tres años después de que le dieron la espalda al conflicto que dejó más de 500 muertos ‘dateados’ en esta zona, entre 1970 y 1987.

—Sin contar los que no están registrados —añade un campesino que lo acompaña.

La historia de dolor que no se pudo llorar en el Carare

Corrían los años setenta, cuando hombres con supuestos ideales de revolución, se adentraron en la selva que hoy oxigena a quienes habitan la provincia de Vélez, un lugar verde, que para la época era un río de sangre.

Mauricio Hernández Hernández, vicepresidente de la ATCC, recuerda que los campesinos pertenecientes a 36 Juntas de Acción Comunal, nacidos en estas tierras calientes y húmedas, en las que, en las aguas oscuras y turbulentas también iban y venían balsas de desplazados, en aquel mayo del 87 tenían miedo, “pero querer vivir, nos llenaba de ganas”, añade.

Uno de los valientes fue Luis Alberto Téllez Olarte. Nació en el corregimiento de Sabana Grande (en Sucre, Santander) el 12 de octubre de 1963 y años después “cuando era joven y bello”, cuenta entre risas, llegó a vivir a La Pedregosa, asentamiento humano ubicado frente a las turbulentas aguas del Carare.

A allí, solo se llega en balsa y falta todo: agua potable, gas, electricidad y trabajo, pero es feliz, pues vive con su pequeña Sharith, de cinco años, y su esposa de 23.

Cuenta que antes de ellas la vida le hizo pasar situaciones que no se borran de su memoria. “Yo fui desplazado y cuando llegué a aquí me tocó seguir sufriendo. Nunca voy a olvidar una vez que frente a mi casa encontramos a una niña flotando en la quebrada. Tenía un tiro, creemos que puso la mano en su cara y le pasó a la cabecita (…) Me daba miedo recogerla, pero yo no iba a dejar que se la comieran los animales. Acá, los grupos esos no nos permitían llorar a los muertos, mucho menos levantarlos”.

Pero a Luis, poco le importó lo que el EPL, las Farc y MAS, le tuviera prohibido a él y a sus vecinos. “Me armé de valor, levanté a la niña, la llevé a unos metros de mi casa y la enterré allí”, apunta con su dedo, al lado derecho de la que hoy es una tienda comunitaria que administra y que le da el sustento para mantener a su pequeña familia y que suple las necesidades de las demás que habitan en La Pedregosa, invasión en la que hay luz gracias a unos paneles solares viejos que donó la Gobernación de Santander, pero a los que nunca le ha hecho mantenimiento. Es decir, sirven a medias.

Sin embargo, a él le brillan los ojos cuando mira a su alrededor y repite que su mejor decisión fue volver. “Sí, un día me tocó irme escondido en una canoa porque me tenían amenazado. Mi madre ya había muerto, pero tenía otra familia y el conflicto me alejó de ellos durante mucho tiempo”.

Al fondo suena un acordeón viejo y la voz de ‘Vicentico’ entonando “los caminos de la vida, no son lo que yo esperaba, no son lo que yo creía, no son lo que imaginaba” y Luis explica, mientras suspira, como si el aliento y la esperanza fueran uno solo, que aunque su camino fue difícil de recorrerlo, gracias a sus buenos pasos “y a los de los demás héroes en esta tierrita respiramos paz”.

Por ahora, se sienta en su tienda, con su hija, su esposa, mira al cielo, que se asoma desde la puerta de madera y desde una ventana verde piensa en su madre, en Dios y en su vida, que espera sea larga.

Sueña con que Sharith sea profesional y para ello está trabajando. Tiene un pozo de cachamas, las vende en la tienda a veces y cultiva cacao y plátano.

Inmersos en el cajón del olvido:

A pesar de que los campesinos del Carare hicieron historia hace tres décadas y que tienen la piel dura de tanto resistir, su corazón sigue dolido. Se les nota cuando posan su mirada sobre sus casas, sobre su selva, sobre sus historias.

Pues, aunque buscan mantener la paz y llevar a cabo proyectos que eleven su calidad de vida, no es notorio o por lo menos no como debería.

Basta con recorrer horas sus calles polvorientas y descuidadas, para darse cuenta que siguen siendo invisibles ante los ojos del Estado o del departamento. Allí, abrir una ducha es dejar caer agua con arena, ni hablar de la que deben consumir las familias que no tienen para comprar agua potable.

No hay alcantarillado. Todas las aguas negras caen al río. Las escuelas son de tabla y hay pocas. No tienen señal de celular y mucho menos de internet. Están desconectados del mundo.

“A esta población la dejaron a un lado y es aterrador ver su capacidad de resiliencia, de superar circunstancias que marcaron y marcaran a sus generaciones y a sus comunidades. Ver esto es ver esperanza. Definitivamente el Gobierno necesita prestarle atención al tema social, al tema de educación, de salud y en general a todo lo que hace falta acá”, detalla Jhon Fajardo Sánchez, sociólogo que junto a mí, recorrió, sintió y escuchó a los sitios que marcaron la historia y que hoy son considerados únicos, frente al Carare, que recorre 170 kilómetros, desde Cundinamarca hasta Santander y que hace parte de la arteria del Magdalena y que a orillas vigila a Bolívar, La Belleza, Sucre, Cimitarra y Landázuri; todos municipios santandereanos en donde se respira la paz que firmaron con los grupos guerrilleros, pero en el que aún hay bandas criminales y vive gente con dolor, pero con sueños.

“Sueño con ver a Colombia libre, por eso tengo en las ventanas de mi casa una bandera de Colombia y otra blanca, la primera significa paz y la segunda, libertad”, asegura María Elena Triana Montaño, habitante de La India, corregimiento al que se llega luego de recorrer una serpenteante vía de tierra por cerca de una hora desde Cimitarra.

“Yo fui víctima del conflicto porque perdí bienes y muchas cosas a causa de la violencia, pero hoy celebro que el dialogo sirviera, aunque falta mucho. Creo que el aporte que podemos dar los colombianos es ser honestos, ser personas buenas y ser amables”, concluye esta mujer que, sentada en una esquina de este corregimiento, explica que efectivamente los fundadores y todos los que pertenecen a la ATCC se consideran héroes y lo son, como lo fueron Josué Vargas, Saúl Castañeda, Miguel Ángel Barajas y Silvia Duzán.

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