* El llamado es al Congreso, para que crímenes de sangre y de papel no tengan ningún beneficio legal.
El país se estremeció el 22 de noviembre de 2021 con la noticia del crimen de Mauricio Leal y su mamá Marleny Hernández. Casi dos meses después, Jhonier Leal, el hermano e hijo de las víctimas reconoció haber perpetrado los homicidios. Y el país se estremeció como suele hacerlo cuando suceden actos similares a estos, que generan estupor y consternación, aun cuando a los pocos días, otra noticia de impacto vuelva a dejar en el olvido la anterior.
Esto nos ha sucedido como sociedad. Nos hemos vuelto cómplices de la muerte y la atrocidad. Atrás han quedado los editoriales y titulares de prensa sobre la muerte de Luis Santiago a manos de su padre en 2008, en el municipio de Chía; o la muerte de Yuliana Samboní, sucedida el cuatro de diciembre de 2016; o los crímenes cometidos por Manuel Octavio Bermúdez Estrada, conocido como ‘el monstruo de los cañaduzales’; o el crimen de Luis Andrés Colmenares, en octubre de 2010, por citar algunos crímenes que aún no escapan al recuerdo.
Me llama la atención que estos crímenes, no predecibles, están acompañados de unos antecedentes sociales que nos tienen que llamar la atención para repensarnos como sociedad. Casi todos ellos con un móvil económico o para evadir ciertas responsabilidades, como el caso del niño Luis Santiago.
Vale la pena, entonces, preguntarnos si la influencia maldita del comercio de narcóticos invadió nuestra cultura, que nos hizo perder el sentido de lo humano, del valor al trabajo y al esfuerzo para conseguir el modus vivendi. Y es que en el caso de Mauricio Leal, pese a que la Fiscalía avanzó rápidamente en la consecución de las pruebas para la imputación de cargos a Jhonier Leal, paralelo a esta investigación se sigue otro proceso por presunto lavado de activos que implica los bienes del estilista Mauricio Leal -entre ellos su famosa peluquería-, los cuales fueron para sorpresa de muchos, incautados. Y todo ello nos lleva a cuestionarnos, ¿en qué hemos fallado?, ¿por qué nuestro sistema educativo está en mora de introducir en su pensum obligatorio la ética y las finanzas como materias de obligatorio estudio? ¿Por qué, mientras nos rasgamos las vestiduras por estos sucesos, pasamos con desidia los actos de corrupción venidos de quienes nos deben mostrar el ejemplo de transparencia?
El crimen en la familia Leal no es menos grave que los millones que se esfumaron en la contratación de la conectividad por parte de la ministra Karen Abudinem, o de la feria de contratos en la misma Casa de Nariño por parte de Andrés Mayorquín.
En el caso de los depredadores del erario, ni siquiera reciben un acto judicial. Solo la censura social, a la que están inmunizados,
Tenemos que admitir con horror que esas malas costumbres nacieron con el mismo hombre en sociedad. No en vano evocamos a Caín en su crimen hacia su hermano Abel. Hoy, no solo los hermanos se atacan en esta nueva historia, sino que se ha superado la agudeza del crimen ya que tanto hermano como madre cayeron en el mismo acto de barbarie. Nada justifica la desaparición física, más allá de recibir con indignación una aceptación de cargos por parte del victimario.
En el caso de los depredadores del erario, ni siquiera reciben un acto judicial. Solo la censura social, a la que están inmunizados, porque a los pocos días el propio Gobierno que se jacta de ser implacable con los actos de corrupción, premia a estos sátrapas con embajadas, ministerios o contratos paralelos que burlan el sentido común de un país que clama ‘cero tolerancia’ hacia esos actos.
Como jurista, el llamado es al Congreso, para que esta clase de crímenes, los de sangre y los de papel, no tengan ningún beneficio legal. Que los predicados subrogados penales tengan extinción para quienes se comportan de esta manera, afectado el colectivo social más allá del solo impacto noticioso, ya que nuestros niños y jóvenes pueden entender que el crimen y el abuso son negociables, y que no existe línea divisoria entre la pena y la redención.
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