Hace años Darío Echandía dijo: ¿Y el poder, para qué? De lo que responda íntimamente un gobernante depende la suerte futura de todos sus gobernados. Podría querer efectuar un cambio significativo y profundo en beneficio de todos o, por el contrario, se dedicaría a ejercerlo para unos pocos y para que se cumplan sus caprichos y vanidades. Por ejemplo, sería posible que actuara como María Antonieta, que utilizó el poder del rey de Francia para organizar fastuosos bailes, o como Stalin quien fue un déspota con su pueblo y tomó revancha de aquellos a los que consideraba un peligro para llevar a cabo su autoritarismo desmedido. Sin embargo, también existen líderes como Churchill quien utilizó su inteligencia para lograr la Paz del Viejo continente que, en otras palabras, era la paz mundial.
Trasladando estos ejemplos a la Colombia actual, observemos objetivamente lo que pasa: El señor Duque hace uso del poder para entrometerse en asuntos que no le conciernen o, como María Antonieta, para organizar conciertos, partidos de fútbol internacionales o participar en parrandas vallenatas.
¿Qué clase de presidente esperan los colombianos en un país tan violento y convulsionado? Quiero creer que se desea tener un mandatario que de veras sea un demócrata, que piense en el bien común y no en beneficiar a unos pocos. Debe tratarse de alguien que se dedique a estudiar en profundidad nuestros problemas de toda índole, iniciado por la salud, la educación, la disminución de los índices de desempleo, la economía y, por supuesto, luchar contra la miseria que nos agobia. No se puede aspirar a ser una nación pacífica mientras no se camine, firmemente, hacia un país en el que prime la justicia con la que tanto soñamos. Sin embargo, eso no ha pasado sino muy contadas veces en nuestra Colombia. Hemos carecido de líderes que se acerquen a este concepto. Lo que ha primado son las ambiciones personales.
Por supuesto que el poder seduce. Nadie puede decir que dejar de ser débiles no es una idea fascinante. Soñar con tener un nivel de vida donde no hay que enfrentarse al hambre y ser reconocidos por los demás son tentaciones grandes. Saber que nos oyen atentamente cuando hablamos y que muchas cosas se hacen tan sólo porque así lo queremos es algo que nos halaga. Mi padre tenía una frase ingeniosa cuando llegaba a un café o a un restaurante. A la pregunta del mesero: “¿Qué quiere tomarse?”. Él respondía sonriente: “el poder”. Sí. El poder atrae. Se cuenta, entre otras cosas, con la admiración de muchos y nos convierte incluso en sexualmente atractivos sin importar el aspecto físico que se tenga. Esto es una verdad de a puño. Sin embargo, el poder no debe buscarse únicamente para contar con el reconocimiento efímero de nuestros semejantes. Pero tiene que entenderse que es necesario desearlo para luchar por ser mejores personas, para legar una obra en bien de muchos y no de unos pocos. Hay que intentar conseguir una sociedad igualitaria y olvidarse de esa intención primitiva de conseguir cumplir nuestros caprichos, muchas veces pueriles, llenos soberbia y vanidad.
La intención de servir a nuestros ideales debe ser el principio que rija la búsqueda política por llegar al poder. Es indispensable dejar de lado cualquier intención megalómana que pueda enlodar una gestión de gobierno. Creo que Echandía en ningún caso sugería que él no sabría qué hacer con el poder. Tampoco criticó esa ambición muy normal y natural. Lo que esperaba era que aquellos que lo procuran deben utilizarlo para realizar algo que sea verdaderamente positivo para la sociedad colombiana. Se debe construir un camino de progreso y equitativo donde todos los ciudadanos se sientan tenidos en cuenta, independientemente de su origen social y económico. El futuro debe ser promisorio y las grandes diferencias tienen que ser disminuidas al máximo.
Cuando nos enteramos, como hace unos días nos contaron, que el señor Uribe pretende, mediante reformas constitucionales o artimañas muy bien armadas gobernar con su grupo a Colombia por 30 años. Se sabe de inmediato que detrás de esto no existe ninguna intención de beneficiar a la población más vulnerable o construir una sociedad más inclusiva y equitativa. Es evidente que quiere acabar con cualquier vestigio de democracia. Él busca, en un arranque de soberbia y prepotencia, comportarse como lo hacen los dictadores.
Se debe tener presente siempre que ejercer el poder de manera abusiva, sea este, ideológicamente hablando, de extrema derecha o de extrema izquierda es una conducta muy destructiva para un país. Se está frente a un grupo de personas que no razonan, que no piensan con ningún tipo de lógica y que únicamente se guían por sus apetitos personales, ya se llamen estos caprichos pueriles como los de Iván Duque o conductas perversas como lo son la persecución y exterminio sistemáticos de grupos que luchan por diversos ideales, no siempre aceptadas por aquellos que son unos sociópatas muy cercanos a los regímenes déspotas de Stalin o Franco.
Pacificar a un país no es ejercer la barbarie y mantener callados a sus habitantes amedrentándolos por el miedo a ser exterminados. Pacificarlo quiere decir precisamente lo opuesto: saber convivir en armonía con aquellos que tienen otros puntos de vista y poder llegar juntos al justo medio. No es la Paz de Murillo la que necesitamos los colombianos. Es la paz de la tolerancia. Y la tolerancia implica unirnos para ser más solidarios y empáticos y no propiciar mayor ignorancia, inequidad y desequilibrio del que hasta ahora han propiciado los que nos ha gobernado.