SARA ZULUAGA GARCÍA, autora de esta crónica, es una de los diez finalistas del Premio Nacional de Crónica CIUDAD PAZ.
Todos en la familia Narváez tienen piojos: dos mujeres bruscas que nadie sabe si son tías o madres, tres hombres que salen cada mañana y regresan a descamisarse mientras la comida está lista, y los niños… dos de catorce años y una niñita rubia de seis. Algo en ellos me recuerda La gallina degollada, ese cuento perturbador de Horacio Quiroga en el que cuatro hermanos, a quienes llaman Los idiotas, son rechazados por sus padres.
Después cuentan que nace la pequeña Berta: la favorita, la que no babea ni descansa la lengua entre los labios todo el día. Los idiotas ven cómo la sirvienta en la cocina degolló una gallina para el almuerzo, y más tarde, con el sol a contra luz, Berta se empina en un banco para ver a través del cerco. Los idiotas, y su gula bestial, clavan los ojos en el estirado cuello de su hermana y, por el ritual propio de la imitación, la asesinan.
Hay diferencias sustanciales: aquí los hermanos no le han hecho nada a la niñita, salvo burlarse de ella cuando se le deslizan los mocos hasta la boca. De los tres sólo los chicos reciben aprendizaje especial -una vez cada quince días-, tampoco hay sirvienta y en este caso, tan alejado de la literatura, a los tres los llaman Los idiotas.
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Río Lejos es una vereda solitaria que hace parte de Pijao, Quindío, está al borde de la carretera que va hacia Génova. Entre casa y casa hay mucha distancia y matorrales inmensos adornan el río. Hay una tienda, un puesto de arepas y una cantina.
La escuela queda casi en la cima de una montaña, dos mujeres se encargan de hacer de este lugar el favorito de los niños. La cocinera recibe a todos con café en agua de panela, y tiene en este pedazo de campo su vida, dice: “Cada rato nos avisan que hay paro y no nos traen comida para los almuerzos escolares, por eso nosotras tenemos acá varias cositas sembradas”. Y la profesora, que tiene fama de ser la más exigente: una pareja campesina cercana a Los Balsos -otra vereda que tiene escuela-, decidió ahorrar y comprar un caballo para llevar a su hija hasta Río Lejos, por la certeza de que recibiría mejor educación. Melany, de trenzas larguísimas, se presenta mientras su papá la mira: “Y este es mi papá, y este es mi caballo Pegaso, como el de Barbie, ¿si sabe cuál?”
Eran casi las siete de la mañana, desde la cima se veía la vereda y el río se perdía entre las nubes. Ocho niños esperaban para orar y empezar su clase de ciencias. La profesora me hizo gesto de que faltaba todavía alguien. Por la pendiente -que se sube en unos siete minutos- venía una señora alta y fuerte, con botas pantaneras, llevaba a una de sus hijas sostenida en la espalda, con el brazo derecho sostenía a su otra hija que no camina bien, y en la mano izquierda llevaba una silla de ruedas.
Entrando a la vereda, hacia el lado derecho hay un camino largo que lleva a una casa de techo de zinc, allí funciona la Lechería Narváez: una vaca lánguida amarrada de una guadua. En la escuela los Narváez -sobre todo la niñita-, alardean de su Lechería y cuentan con detalle que ellos son quienes trabajan y que, si no sale leche de la vaca, no hay leche para ellos.
Los Narváez son una familia temida en la vereda. Cuando se habla de ellos la gente baja la voz y niega con la cabeza: “Por aquí es muy tranquilo, pero todos vivimos preocupados por esos niños”, dice Sol Viviana, que es la dueña del puesto de arepas. En la vereda se preguntan todos por lo que sucede dentro de esa casa, por los gritos que viajan rápido por entre los matorrales.
Tenía todo en contra para realizar la historia: la familia Narváez jamás querría contarme nada, la familia Narváez jamás me
contó nada. Esta es una crónica sobre cómo fracasó una crónica. Sobre las otras tragedias que rodean la que yo buscaba.
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En 2016 la familia Narváez sorprendió a todos: de repente estaban unidos, las mujeres salieron de la casa y organizaron ventas de empanadas, chorizos. Los hombres trabajaban jornadas más largas y la producción de la leche empezó a dar frutos. Los vecinos se entusiasmaron con el cambio y apoyaron todos los esfuerzos de los Narváez. Fueron dos meses en los que organizaron bazares, fiestas, rifas. Dos meses en los que fueron la familia más unida y fuerte de la vereda.
Ahora, con voces adoloridas, los vecinos cuentan esto y cuentan lo de los piojos y cuentan lo de los golpes. Cuentan todavía aterrados, que lo de los Narváez aquella vez fue para sacar a uno de los tíos de la cárcel. Aquí se cruzan las historias y unos vecinos dicen que sí estaba en la cárcel, otros dicen que lo tenían reclutado en un lugar cercano a la vereda porque la policía también le teme a la familia. Lograron hacer que volviera el tío y ese lapso de unión quedó sólo en la cabeza confundida de los vecinos. El hombre había violado a una niña de una vereda cercana.
¿Qué es la violencia?, ¿qué es una crónica?, a la casa de los Narváez no se acercan ni la justicia ni los vecinos. Construyeron una burbuja de terror. No hay datos exactos del dinero que se juntó, no hay soportes legales ni testimonio de los implicados, otra cosa: ¿quiénes son los implicados?
Aquí está lo de los Narváez como excusa para saber lo que pasó con el resto, con los testigos. La mirada no sobre las víctimas ni los causantes del daño, la mirada fija en los que ven, los que escuchan, los que no pueden hacer nada, los que quedan confundidos.
Los Narváez me recuerdan el cuento de Horacio Quiroga porque, entre tanto, asumen la imitación como única alternativa: si uno de ellos grita a los niños el otro también y como fichas de dominó cayendo, hacen que cada mañana a las 6:30, los niños se paren disparados de su cama, suban la pendiente y lleguen a la escuela a cantar, a sumar, y a mostrar orgullosos el plato de la sopa vacío.
Río Lejos sigue siendo una vereda tranquila. Los vecinos: la profesora, la cocinera, los trabajadores, los padres de Melany, la mamá de las niñas y Sol Viviana, siguen escuchando y viendo lo que no quieren que suceda. De vez en cuando empiezan a preguntarse por lo que pasó: una familia disfuncional que vive sumergida en la violencia se unió y recogió dinero para que regresara a casa uno de ellos, con un crimen aterrador sobre los hombros.
Las razones de los Narváez posiblemente queden siempre en el silencio, lo que pasó como un huracán para los demás para ellos fue una posibilidad sensata. Todos se siguen preguntando por los niños y miran con horror esa familia que sobrevive entre las entrañas de Río Lejos. Ver las desgracias ajenas y saber que sólo verlas ya es una soga en el cuello. Los testigos, los otros, por los que no sienten lástima ni sentirán nunca, a veces conversan afligidos y piensan en lo que pasó. Intentan hacer a un lado el ruido devastador de los Narváez y me preguntan –como si pudiera responder–, que si está bien o mal lo que hicieron, que qué es la familia y qué es el amor.