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La guerra del soldado César Méndez no está en las trincheras sino frente a un espejo


FERNANDO SALAMANCA ROZO, autor de esta crónica, es uno de los diez finalistas del Premio Nacional de Crónica CIUDAD PAZ.

El soldado César Méndez tiene 28 años, hace uno empezó junto al espejo y una barra de metal su terapia en el pabellón de ortopedia, la unidad de salud más conocida del Hospital Militar. César nos habla de los retos de su tratamiento, de construir un cuerpo a martillazos, de su presente azaroso y un futuro sin perspectivas. Así es la vida de un soldado para quien la guerra terminó antes de lo previsto.

Alrededor de César Méndez hay tres médicos. Ricardo Uribe y dos médicos jóvenes, también dos enfermeras. César está sentado en un banco azul, concentrado y absorto como si ordenara las fichas de un Lego, él es uno de los últimos combatientes del Ejército colombiano en ser atendido en el pabellón de ortopedia, quizás la unidad de Sanidad Militar más conocida. César está vestido con una sudadera Adidas negra, a su lado, como quien acomoda un bolso o un maletín de viaje en una sala de espera, deja su pierna izquierda hecha de titanio y una aleación de acero inoxidable.

César llegó hace dos días para hacer el chequeo anual de su tratamiento. No le gusta mucho la ciudad, el ruido, el tráfico, los andenes caóticos y discontinuos. Pero el pabellón es amplio y puede concentrarse. Revisa sus muñones, justo debajo de su rodilla izquierda, a ver si se lastimó al subir la pendiente de la carrera Séptima de Bogotá.

—Yo llevaba ocho años como radioperador en las selvas del Caquetá y Putumayo. Los lugares más duros.

Me dijo César, después que tomé asiento a su lado, sin apartar la mirada de su rodilla. El soldado César Méndez tiene la cara de su oficio: la piel oscura cuarteada por el sol, una barbita rala y puntiaguda, una dicción tranquila. Nació en Ibagué hace veintiocho años, ahora está esperando los resultados de varios exámenes que el doctor Uribe le ordenó practicarse. Mientras sube y baja la mirada, me cuenta que entró al Ejército hace diez años, apenas se graduó de bachillerato. Eran los años de la Seguridad Democrática del gobierno Uribe, el objetivo militar era atacar a las Farc en su refugio, toda la zona sur del país. Siete departamentos (Cauca, Putumayo, Caquetá, Amazonas, Vaupés, Nariño, Guaviare) que conforman una frontera hacia el nudo montañoso del país, un tapete verde por el que apenas entraba la luz del sol. En 2005 se crearon cuatro batallones de selva y varias brigadas móviles, especializadas en combate antiguerrillero, soldados equipados para camuflarse en la manigua, un terreno que no conocían.

La selva es un mundo que cobra vida de noche, la mayoría de los animales –muchos de ellos cazadores– que habitan son nocturnos, un mundo apenas concebible para el hombre y mujer modernos. En la ciudad todo se muestra, está ordenado y dispuesto para ser usado; en la selva, decía un etnólogo del Instituto Humboldt, todo está oculto. Justamente, el primer hospital de guerra del país se creó en los años treinta, en la guerra entre Colombia y el Perú. Estaba ubicado en Venecia, Caquetá, que hoy hace parte del batallón de Ingenieros Liborio Mejía. En aquel entonces, las fuerzas armadas no superaban los veinte mil hombres, y parte el territorio no era controlado por el Estado. Un pequeño batallón de policía estaba encargado de vigilar tres mil kilómetros de la frontera sur del país en el río Amazonas, lo que facilitó la invasión del ejército peruano.

Colombia inició una cruzada diplomática ante la Sociedad de las Naciones (ONU), la Corte de Ginebra y otra serie de escenarios, pero en la práctica no se había avanzado. El gobierno se puso en contacto con algunos pilotos alemanes de la I Guerra Mundial residentes en Colombia, lo que a la postre le dio la ventaja militar al país. El mayor riesgo para los soldados colombianos, que venían del interior del país no fue el armamento del enemigo sino las enfermedades tropicales, como la leishmaniosis, el paludismo, la malaria. Antes, durante las veintiún guerras civiles que hubo en el país durante el siglo XIX, existían precarias clínicas de campaña, donde le aplicaban los primeros auxilios a los soldados heridos, que consistían en limpiar la herida con agua, decirle al herido que fuera macho y prometerle alguna medalla si continuaba luchando.

El Plan Patriota del gobierno Uribe permitió que los soldados, las compañías, los contingentes entraran al refugio de la guerrilla desde los años sesenta, cuando sucedió la operación militar para recuperar la llamada “República independiente de Marquetalia”, que desembocó en la cruenta y larga guerra entre las Farc y el Estado colombiano, cuyas consecuencias políticas y sociales retumban hoy, cuando se está implementando los Acuerdos de Paz de La Habana.

A César no le gusta hablar de la paz, se molesta cuando le propongo el tema del postconflicto, dice que debemos confiar en Dios, exorcizar los demonios, que en su caso tiene nombre y hasta seudónimo: Hernán Darío Velásquez, más conocido como ‘El Paisa’, jefe de la columna móvil Teófilo Forero, contradictor de los diálogos de paz y una de las unidades más violentas de las Farc, que plantaron en los alrededores de San Vicente del Caguán cientos de minas antipersonales, César pisó una de estas minas en marzo de 2015, le voló la pierna izquierda, salvó su vida de milagro. César es un tipo creyente y habla de Dios, que siempre está cerca de estas cosas.

— ¿Le parece que Dios estuvo enojado con usted?

— Al comienzo creí que sí estaba enojado.

— ¿Luego?

— Luego, nada. Seguí adelante.

— ¿Pensó en vengarse de sus enemigos?

— Sí, creo que es algo inevitable. Estuve furioso, luego me resigne y acá estoy…

— ¿Perdonó a sus enemigos?

— Dios lo perdona todo. Ahora lo que quiero es curarme. Por eso estoy acá en este pabellón. Después veremos.

César tiene el muñón de su pierna izquierda un poco escamado, los edemas que rompen la piel: un signo de que apenas está comenzando.

—Hay que aceptar la realidad –dice–. Para mí la guerra se acabó cuando sufrí el accidente en el Caguán (Caquetá).

Como todos los heridos en combate que llegan a esta área, César Méndez empezó junto al espejo y una barra de metal. De pie junto a otros soldados o suboficiales entre los 18 y 35 años, todos repetían la misma rutina de ejercicios. Primero, la propiocepción del cuerpo: tabla de equilibrio; rotación de la pelvis; un juego de balonmano usando la pierna sana como apoyo, después sin apoyo; fútbol, tocar el balón y hacer pases con un enfermero; caminar salvando un obstáculo, equilibrio sobre la pierna sana. Después, los ejercicios para la marcha y la caminata: apoyar el talón en punta; marcha lateral, esquema de marcha. Luego, los ejercicios funcionales: subir y bajar escaleras y rampas, levantarse del suelo y luego arrodillarse. Finalmente, los ejercicios avanzados: hacer rebotar una pelota pequeña, luego un balón más grande, yoga avanzado, en especial la postura del guerrero (brazos estirados a la altura de los hombres, el cuerpo inclinado hacia el lado derecho, la mirada fija en la mano diestra).

En la terapia, los músculos le tiemblan, el muñón le duele o le sangra, señales de que está haciendo bien el ejercicio, todavía no se acostumbra a vivir con el ardor muscular que lo acompaña al caminar, al subir las escaleras, al sentarse. Dos años repitiendo los mismos ejercicios con otros militares, a veces olvida cómo doblar la rodilla para recoger las llaves de su casa, dormir con la prótesis al lado de la cama, caminar sin el recuerdo de un campo minado. Dos años de su vida esculpiendo un cuerpo a martillazos, dos años en los que no ha visto un uniforme militar fuera del pabellón con apariencia de gimnasio.

* * *

Los días de César Méndez se parecen. Se levanta a las seis de la mañana, despierta a su esposa y a su hijo y empieza a ponerse su pierna izquierda con la naturalidad con la quien se pone los zapatos y el reloj. La pantalla de su teléfono móvil tiene a Bart Simpson imitando al bebe del álbum Nevermind de Nirvana. El protector de su celular muestra a cuatro soldaditos cargando un cañón detrás de una trinchera. Después de desayunar con su hijo lo acompaña hasta el colegio, luego sale a las clases de técnico en emprendimiento empresarial. Quiere tener su propio negocio. Tener otro proyecto de vida fuera de la militar. Viaja cada tres meses a Bogotá al Hospital Militar, para continuar su tratamiento. César dice que lo cambiaría todo por un trabajo estable.

— Ah, sí, abriría un negocio de computadores y envíos, eso lo usamos todos.

Dice, y la cara se le llena de brillo.

— ¿Cuánto dinero cree que necesita para abrir el negocio?

— Unos cinco millones de pesos.

Que sería el pago de cinco mesadas de su pensión como veterano del Ejército. Una suma por ahora imposible. Y dice que su vida sería distinta.

— ¡Imagínese, un negocio así! Todo cambiaría si yo tuviera ese negocio —dice—. Por ahora se limita a contar de nuevo su historia. Es una recomendación de su psicóloga que funciona como terapia. La palabra cura, dice un principio de la psicología.

— Con ese negocio mi esposa dejaría de trabajar como mesera, y hasta podríamos tener otro hijo o dos más. Si la familia está asegurada lo demás no importa.

Dice César y por primera vez alza la voz y habla del futuro, se entusiasma un poco. Entonces el médico Ricardo Uribe lo llama; al rato, cuando vuelve a las sillas donde conversamos, saluda a otros militares que hacen trabajos de pesas y en los pasamanos. Y recupera su tono de tristeza.

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