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El título de Marqués de la Taruya


Hace pocos días una estudiante de literatura de una universidad local cuando yo más emocionado estaba en una charla en la que hablaba de un capítulo de mi proyecto de novela Ciudad Valiente, con la solemnidad propia de las estudiantes consagradas y metidas de lleno en el cuento de la investigación, se levantó y me interrumpió porque quería hacerme una pregunta. El moderador un poco molesto se levantó de la silla para decirle a la joven que esperara a que yo terminara la disertación. No obstante, le dije que no era problema. Que dejara que la joven hiciera su pregunta.

Realmente pensé muchas cosas, pues en mi vida de conferencista o panelista siempre me he topado con personas que quieren lucirse a costa de quien está en el estrado. Me puse a la retaguardia esperando que detrás de esa pregunta viniera otra y otra y otra más. Con la voz propia de las doncellas que aún llevan la virginidad en los labios, me preguntó si era verdad que por mis venas fluía la sangre azul de los nobles, o simplemente Marqués de la Taruya era un seudónimo más de los muchos que arbitrariamente usan los escritores.

Esa es quizás la pregunta y la inquietud que en los últimos tiempos siempre he respondido con emoción, ya que a los eventos en donde he asistido unas veces como panelista, y otras como simple observador, siempre hay una persona inquieta por saber si por mis venas fluye la sangre azul y naturalmente de dónde me viene a mi semejante título, pues éstos, como todos sabemos, los títulos de la nobleza están en vías de extinción.

Pero fue en la Casa de España de Cartagena, la de Indias, después de que el paraninfo de aquel acto solmene me anunciara con el pomposo título de “Marqués de la Taruya”, y al terminar de leer el texto “origen de la expresión Lengua Cervantina”, cuando un par de damas que me habían sido presentadas al llegar al acto, y cuyo aroma a estrados de palacio real era notorio, me preguntaron acerca del Marquesado de la Taruya, el que según me dijeron nunca jamás habían escuchado en la España palaciega, de donde había llegado unos días antes.

Recordé que en Mompox, la más blasonada ciudad del Virreinato de la Nueva Granada, en mi época de estudiante del Instituto Bolívar y luego del bicentenario Colegio Universidad de San Pedro Apóstol, hoy Colegio Pinillos, que escuché por primera a sus habitantes que hablaban con emoción y alegría de los nobles que habían dado lustre a la ciudad Valerosa. Se hizo costumbre que cada mañana en momentos en que desayunábamos se realizara una discusión entre los aristócratas mompoxinos y los estudiantes pueblerinos y corronchos como nos llamaban para eso días. A veces los profesores que vigilaban el internado metían su cuchara y nos decían: “veme, muchacho, tú no te has visto en un espejo, tu sangre es roja porque es india”.

Con el paso del tiempo, comencé a meterme en el cerebro la idea de la nobleza, ya que fue Mompox la única en Colombia que tuvo simultáneamente más de un noble con título, privilegio que no tuvieron las siempre palaciegas Santa Fe de Bogotá, Popayán, Santa Marta o Tunja. Allí vivió Don Domingo de Miranda, Marqués del Premio Real, Don Andrés de Madariaga, Marqués de San Fernando, don Antonio de Mier y Guerra, Marqués de Santa Coa, la Marquesa de Torrehoyos y el Conde de Pestagua.

En mi época de estudiante de Derecho de la Universidad de Cartagena, escribía en el Diario de la Costa mi columna “Crónicas del Más Allá” y columnista de El Espectador, acudía a exposiciones y presentación de obras literarias. Y recuerdo que la mayoría de asistentes a aquellas salas tenía título postizo de nobleza, los que utilizaban como si fuesen de verdad, verdad.

Unos eran descendientes de príncipes, archiduque, duque, marqueses, vizconde, conde, barón o señor. Fue en medio de esa barahúnda de títulos cuando me nació la idea de endilgarme yo también un título que hiciera honor a mi origen anfibio chimila y naturalmente me pusiera en el estrato cinco en la línea de sucesión.

No sé si la estudiante quedó satisfecha con la larga y cansona respuesta que le di. Sin embargo, cuando ya quedaban pocas personas en el recinto, y había desaparecido el atril, con una espléndida y fresca sonrisa como las flores de nuestros campos me dijo con su voz de española tradicional: “Un placer conocerlo Marqués”. Hizo una genuflexión y me besó la mano. Aún sigo sin entender el gesto, pues no comprendo si ella realmente hizo en tono de burla o de respeto. Yo pienso que lo hizo por respeto a mi título.

Cartagena de Indias

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