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Un grito desgarrador llamado Siria


Analizar la guerra siria solo es posible si se tienen en cuenta a todos sus participantes, sus intereses, su fuerza y la lógica de sus conflictos. Si se tiene en cuenta qué gana (o pierde) cada uno de sus participantes y porqué participa en el conflicto. El conflicto sirio se inició en 2011 a partir de la represión por parte del régimen de Bashar Al-Asad hacia las manifestaciones estudiantiles (Resultado de la primavera árabe).

La contundencia de la represión y la facilidad con la que los movimientos de protesta fueron infiltrados por distintas facciones, primero por los extremistas del ISIS y, a continuación, por distintas células de Al-Qaeda (Tahris el Sham, ahora), sumado a ello la cuestión territorial kurda, dio lugar a una complejísima situación, en la que no menos de cuatro grupos luchaban entre sí, haciendo que lo que había empezado como una guerra civil se convirtiera en una situación conflictual con no menos de seis conflictos cruzados.

La participación de potencias regionales y países limítrofes, así como de potencias mundiales (Rusia y Estados Unidos), fue casi inmediata, lo que ha añadido planos de complejidad al conflicto, que aleja su solución, pues en Siria se dirimen, también, luchas regionales y globales.

Cada uno alega sus propias circunstancias. El presidente Bashar Al-Asad manifiesta que en su país no puede existir la imposición de una religión que esté basada en hechos de violencia y segregación, donde los recursos mineros y energéticos estén bajo el control del Estado y no de las multinacionales, estos escenarios sirven para defender una guerra, donde se apela al nacionalismo y al populismo para mantener el régimen. Por otro lado, está el esquema de los países observadores, del desastre humanitario, donde niños, mujeres y hombres son devorados por una guerra que no les pertenece.

Es la guerra la que mengua la capacidad de subsistencia porque las mujeres quedan viudas con sus huérfanos, y sin posibilidad de preservar su especie. Huérfanos que crecerán y serán parte de esa ferocidad con la que el sistema consume sus habitantes.

El plano regional viene determinado por la lucha entre Irán y Arabia Saudí por la hegemonía regional, así como por los intereses de Turquía, Jordania y Líbano.

Irán apoya (con armas, combatientes y financiación) al Gobierno de Al-Asad porque éste mantiene una estrecha conexión en Líbano con Hezbolá (sus milicias luchan en Siria), presiona a Israel y, a través de la relación Damasco-Beirut, mantiene relaciones financieras con Occidente.

Por su parte, Arabia Saudí apoya (con financiación y armas occidentales) a los dos grupos más radicales (Tahsis el Sham e ISIS) con el objetivo de expandir hacia el norte su influencia (religiosa), mantener la casi perdida guerra en Irak, controlar la expansión de Irán y apoyar a la población suní en Siria. El interés de Turquía es más limitado. Turquía interviene en la guerra siria luchando contra los kurdos (y contra el gobierno sirio) porque quiere evitar el control kurdo del norte de Siria, pues, unido éste al que ya tienen sobre el norte de Irak (ganado contra el Isis), los kurdos lograrían una amplia base territorial para sus viejas aspiraciones. Finalmente, Jordania y Líbano mantienen una cierta presión sobre Siria porque quieren evitar el flujo de refugiados (y lo están logrando), pues, este flujo alteraría la composición étnico-religiosa de sus poblaciones.

El plano global tiene mucho que ver con el interés de Rusia por reconquistar el papel que tuvo la antigua URSS. Rusia apoya al Gobierno sirio porque cuentan en Siria con la única base naval que tienen en el Mediterráneo (Tartus), así como con la única fuerza aérea que tienen en Oriente Próximo (Jmeini), bases necesarias en la lógica imperial de Putin porque están detrás de las fronteras, donde la OTAN, y presiona sobre el Canal de Suez y sobre los yacimientos petroleros del Golfo.

El apoyo ruso ha llegado hasta involucrar a su ejército (incluso su único grupo aeronaval) y a vetar cualquier resolución en las Naciones Unidas. Por su parte, el interés norteamericano fue, en su inicio, más la expresión de la política exterior de derechos humanos del presidente Obama que una cuestión geoestratégica. Sin embargo, la activación de los grupos de Al-Qaeda, el crecimiento del Isis en Irak, la creciente presencia iraní y rusa, así como el escándalo en el uso de armas químicas movieron a los norteamericanos a involucrarse hasta llegar a apoyar a distintos grupos anti-Asad y anti-Isis con armas, asesores y cuerpos de operaciones especiales, en una escalada que ha culminado la semana pasada con el lanzamiento de misiles ordenado por el presidente Trump.

El conflicto sirio es, como puede observarse, de una terrible complejidad. Resolverlo implica un sudoku que va mucho más allá que unos cohetes retóricos, algo que no sé si la administración Trump comprende. El plano global tiene mucho que ver con el interés de Rusia por reconquistar el papel que tuvo la antigua URSS.

Lo único que puede el mundo occidental es observar y llorar sobre una situación inexplicable en pleno siglo XXI, el desplazamiento de un pueblo, y la reducción a cenizas de una generación.

La intervención internacional puede frenar ese río de sangre y segregación que deja hasta este momento más de cinco millones de refugiados, y más de doscientos mil muertos en estos siete años de guerra fratricida. No hay esperanza para el mundo, mientras Caín siga matando a Abel.

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