Siempre he dicho, repitiéndolo casi hasta el cansancio, que la corrupción es la peor de las violencias porque engendra a las otras violencias.
La corrupción, gestada por el afán de conseguir dinero fácil, ha hecho parte de la realidad colombiana desde que tengo uso de memoria. Las razones de su práctica se explican en la falta de contexto ético desde la primera infancia, durante la cual se le ha enseñado a niños y niñas que lo importante era ‘ganar el examen’ haciendo trampas aun cuando no se hubiese estudiado, o presentar trabajos ‘copiados’ para pasar una nota, o pagar para recibir favores… Nuestra niñez ha crecido viendo películas en DVD piratas o leyendo libros igualmente falsificados, vistiendo prendas de contrabando, pasándose en las filas creyendo que con esa actitud eran ‘más vivos’, cuando en realidad todo ello son muestras de los síntomas de la descomposición de la cultura ciudadana, de la ética pública.
No está bien, y nunca lo ha estado, copiarse en el salón de clase de escuela o universidad; o inventar crónicas y noticias para ‘lucirse’ en los periódicos. Tampoco está bien, porque jamás lo ha estado, evadir el pago del pasaje para abordar un servicio público, ‘colgarse’ del alambrado eléctrico para obtener energía gratis o más barata, pagar ‘bajo la mesa’ para evadir impuestos, ‘amarrarse’ a la oportunidad de ‘disfrutar’ el servicio de TV cable del vecino, aprovechar un cargo en la administración pública para exigir pagos o para obligar a ‘potenciales’ contratistas de servicios para que ‘colaboren’ gratis dos o tres meses mientras les sale en mísero contrato. Eso es hurtar y vulnerar derechos. Así de elemental.
La corrupción, esa que hoy descubren los grandes medios nacionales, ha estado gravitando y fortaleciéndose a base de carecer valores éticos. No se respetan los derechos cuando invadimos el terreno de las demás personas afectando el colectivo social.
Hoy, nada absortos, descubrimos que en la Corte Suprema habrían cultivado la consecución de ‘dinero fácil’ y no hubo ‘poder humano’ que impidiera semejante atropello al sentido común.
Políticos, magistrados, gobernadores, alcaldes y cientos de funcionarios de todo nivel que han estirado sus manos para recibir sobornos o han silenciado sus conciencias (si es que algún días las tuvieron) para disfrutar los ‘beneficios’ de sus acciones dolosas.
Parece que no ha habido rincón de Colombia donde no se hayan perpetrado hechos de corrupción. La pregunta sería: ¿Todos padecíamos de ceguera ética? O, acaso, ¿preferimos colocarnos vendas imaginarias que cubrieran nuestros ojos para protegernos de la realidad que nos rodeaba? Claro que no. Me consta que muchos periodistas fueron amenazados por haber denunciado hechos contra la administración pública y, también me consta, varios de ellos ofrendaron sus vidas en el altar de la palabra y la denuncia.
Sí. La corrupción es la peor de las violencias, porque engendra a las otras violencias. No se detiene. Nunca ha tenido barreras éticas o sicológicas.
Y, ahora, en Cartagena descubren nuevos y dolorosos hechos. En realidad, “nada nuevo bajo el sol”. Precisamente, el tres de agosto de 1999 (como quien dice ayer nada más) escribí en El Tiempo, bajo el título ‘Corralito bajo asedio’,(1) una columna que podría copiar y decir que la escribí hoy. Pero no. No la escribí hoy y no voy a auto plagiarme.
En aquel entonces, en algunos de sus párrafos aseguré:
“Cartagena parece haber quedado atrapada en el filo de su propia historia de saqueos, robos y olvidos.
A gritos, la ciudad parece requerir la presencia de otro Blas de Lezo, aquel marino español que defendió al puerto de Cartagena durante los ataques de los ingleses, a principios del siglo XVIII.
Los nuevos piratas no llegan a las heroicas costas cartageneras a bordo de naves con enormes velas desplegadas, ni sus brazos deben desarrollar fuerza para mover los pesados remos que permitían mover las embarcaciones.
Los bucaneros contemporáneos permanecen en el interior del Corralito de Piedra, acomodados en la modernidad tecnológica que brinda el final del siglo XX.
Los audaces filibusteros del erario público se las ingeniaron para vender lotes en el mundillo del olvido, construir urbanizaciones que nadie ve, para adelantar reparaciones locativas inexistentes, para contratar con amigos bajo las mismas condiciones de doloso favorecimiento, y para dejar en los bolsillos de unos pocos el tesoro público mientras la responsabilidad yace bien guardada en los cofres saqueados”.
Es otro ejemplo de lo que no debe ser. Otro ejemplo de hechos repetidos durante décadas…
Igualmente, hoy como ayer, “Los hechos descubiertos por la Contraloría General de la Nación nos llevan a presumir que los actores de las irregularidades estaban seguros de que en sus casos, como en muchos otros, habría impunidad”.
“Creo que nunca antes, ni siquiera durante los 106 días que se prolongó el sitio de Cartagena en 1815, la ciudad había estado tanto tiempo bajo el asedio de enemigos.
Por el bien del erario público, que ha soportado los embates del asedio corruptor, esperamos que las investigaciones iniciadas por la Fiscalía lleguen a buen término. Es decir, que sean castigados los responsables de este nuevo capítulo de la historia de rapiña y que la ciudadanía, de una vez por todas, aprenda a no ser tolerante con la corrupción”.
Ah… Desde agosto de 1999 hasta agosto de 2017 pasaron 18 años, durante los cuales la ciudadanía no aprendió a ser intolerante con la corrupción. Lo cierto es que en Cartagena, la corrupción llegó a su mayoría de edad.
En fin. Urge enarbolar la bandera del ‘deber ser’, enamorarse y comprometerse con la necesidad de lograr consensos que nos lleven a construir la sociedad y el país ideal para las próximas generaciones.
Urge incentivar la enseñanza y práctica de valores éticos (no hablo de razones morales) que nos permitan hallar el camino para que la sociedad pueda mirarse en el espejo de sus falencias y corregirlas en un entorno de equidad, responsabilidad y justicia social.
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(1) Fuente: http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-883867