No sabía... fue a mis espaldas... no tuve conocimiento... no autoricé esas gestiones... me acabo de enterar.
Hay diversas formas de evadir la realidad, pero las escogidas por este gobierno son la versión aumentada y corregida de administraciones anteriores que lesionaron de manera grave los intereses de la Nación, con perdurables consecuencias hoy forman parte de nuestra pésima imagen ante el mundo.
Pretender que la simple negación puede ocultar lo evidente, es un acto de cinismo que agrava y profundiza la gravedad de los hechos. Y descargar la responsabilidad política en subalternos grises, apelando al libreto de que se hagan investigaciones exhaustivas, es un fraude intolerable.
Colombia está asqueada y hastiada de tantas maniobras politiqueras. No sirven las excusas ni las dilaciones procesales para borrar el sentimiento profundo de que navegamos en un mar de engaños y trapisondas. A pesar de estar preocupado, el ciudadano común ya no quiere saber nada más de esta debacle. Ya no lee prensa ni ve noticieros, porque le mortifica que le mientan en la cara todos los días.
Son cada vez más escasas las oportunidades para reconciliar los espíritus y las alternativas que permitan encontrar acuerdos y corregir rumbos. Solo queda la esperanza de construir algo viable sobre los escombros y la vergüenza. No existe premio Nobel que esconda esta verdad.
Un verdadero estadista asume sus responsabilidades políticas, con todas las consecuencias que ello conlleva. Conocemos varios ejemplos, pero el actual es exactamente lo opuesto. Como dice un amigo, es como lavar un adobe: entre mas se frote, mas mugre sale.
De otra parte y a media noche, como ya es su costumbre, la Plenaria del Congreso, en pleno uso y goce de sus funciones y atribuciones notariales, ha legalizado el sistema de Justicia Especial para la Paz. Luego de las usuales intervenciones de quienes pretenden justificar el sueldito dejando extensas constancias para la posteridad, la herramienta que pretende “hacer la transición” en términos de justicia ha establecido los alcances de la renuncia del Estado a sancionar criminales. Cuatro son los puntos álgidos de resumen lo que es posible tragarse, pero imposible digerir: la legalización velada del narcotráfico, la prohibición de extraditar delincuentes trasnacionales, la legalización de aportes económicos para cometer atrocidades y la inexistencia de sanciones efectivas contra los responsables de ese tipo de acciones. La excusa de la conexidad con un discurso político no puede ser aceptada, mucho menos cuando su reconocimiento no es de origen normativo sino apenas jurisprudencial. Un elemento de tal trascendencia no debe surgir de la facultad interpretativa de los jueces, sustituyendo la función normativa del legislador, a conveniencia de una coyuntura. La consecuencia de legislar desde un tribunal acarrea inestabilidad jurídica y desconfianza institucional, mucho más cuando tiene repercusiones en el cumplimiento de tratados internacionales. Por definición, la extradición implica renunciar a aplicar justicia nacional a personas que han cometido crímenes más allá de las fronteras y permitir que sean los jueces del país afectado quienes impongan sanciones, con las limitaciones del principio de reciprocidad. Es un mecanismo que permite trascender la soberanía para combatir la criminalidad en un mundo globalizado. Hacer lo contrario no sólo implica fomentar la impunidad respecto de crímenes con alcance internacional, sino que atenta contra el mínimo de confianza que debe existir entre naciones aliadas. Pretender hacer acuerdos con el vecino para perseguir a la delincuencia, se convierte en un propósito ilusorio y vacío. Ello resulta claramente perverso cuando se quiere combatir estructuras criminales organizadas como empresas, donde hay financiadores ocultos que mueven dinero, esconden recursos y hacen pagos triangulados para cometer fechorías. Países enteros han sido sancionados y estigmatizados por décadas al mantener en su establecimiento legal y financiero estructuras que facilitan ese tipo de maniobras y que permiten mantener en la oscuridad y el anonimato a personas que “sin untarse las manos”, pagan para que otros cometan actos atroces que favorecen intereses ocultos.
El remedio para estas situaciones no es renunciar a su sanción eficaz. No es creando escenarios de crecimiento desmesurado de criminalidad como se combate el delito. No es con actos simbólicos, ni con discursos que diluyen responsabilidades, como se construye confianza en una sociedad con miras a la reparación y la reconciliación. Eso no es garantía de no repetición. La confianza en la solidez de las instituciones y en la pulcritud de quienes las gobiernan lo es todo. Sin confianza, la regla del equilibrio entre quienes ejercen el poder y quienes se dejan gobernar se rompe. Y esa ruptura implica remover a quienes mal gobiernan, no a someter a quienes los soportan.
Esa es la regla de la democracia y esa la diferencia con una tiranía corrupta.
La tapa: resulta particularmente irónico que este gobierno haya permitido que organizaciones armadas criminales impulsaran la siembra de cientos de miles de hectáreas de coca, para después aparecer ante organismos internacionales a pedir el cambio de políticas y ayudas para combatir el fenómeno. Absurdo e incoherente.