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Un ‘crimen’ antológico


“Una monstruosidad de proporciones inimaginables en la Universidad Libre de Barranquilla”, “brutalidad fríamente calculada”, “un acto increíble de crueldad”. Los adjetivos no sobraron en los titulares de la prensa nacional e internacional cuando el 29 de marzo de 1992 se descubrió que durante más de dos años funcionarios de esta alma máter, en algunos casos con la complicidad de agentes de la Policía Nacional, se dedicaron a dar cacería a indigentes, o a conducirles mediante engaños hasta las instalaciones de la universidad, donde serían asesinados a garrotazos y a tiros.

¿El motivo de esta cruel matanza? Vender los órganos de los mendigos, o sus cuerpos enteros, para el uso y la práctica forense de los estudiantes de la Facultad de Medicina. Un cuerpo entero podía tener un valor de 130.000 pesos. Las víctimas, calculadas en el medio centenar a lo largo de dos años, fueron de esos empobrecidos habitantes de la calle que en Colombia despectiva e insensiblemente son llamados ‘desechables’, un colectivo de desconocidos para el común de las personas pero capaces de formar, como todo grupo de seres, humanos o no, lazos de amistad y de afecto entre ellos.

Algunas, al menos dos de las víctimas, Lucy y Javier, eran conocidas por este reportero desde que eran apenas unos niños y compartían una pieza con otro hermano menor en el fondo del patio del Instituto Barlovento, y con Edith, la madre de los tres y encargada del aseo y la limpieza de aquel desaparecido plantel educativo. Edith les mantuvo y les dio estudios con sus escasos ingresos hasta que ellos, uno a uno, fueron cayendo en el consumo del basuco al llegar a la adolescencia, lo que finalmente les condujo a la mendicidad o a la recolección de basura (latas, vidrio, cartones) para vendérsela a las empresas recicladoras.

El único sobreviviente de los tres hermanos, Neil, hoy tiene el aspecto de un guiñapo humano que vive y mantiene su vicio, el maldito basuco, gracias a las limosnas que recibe en los alrededores del Mercado de Granos y Barranquillita. “Yo me salvé porque ‘me pillé’ que algo raro pasaba en la Unilibre; había oído historias de personas de la calle que entraban a ese lugar y nunca se volvía a saber de ellas”, me dijo en una ocasión tras reconocerme y pedirme algo de dinero. Es decir, las macabras actividades de los asesinos de la Unilibre eran conocidas en el bajo mundo, sin duda, pero existen razones para sospechar que también se sabía de ellas en esferas más altas, mucho más exclusivas y excluyentes.

El caso se ‘destapó’ finalmente para toda la sociedad en la madrugada del sábado de Carnaval, mientras la ciudad entera empezaba a celebrar y brindar en clubes sociales, discotecas y salones de baile el comienzo de estos cuatro días ininterrumpidos de festividades.

En aquella noche, el cartonero Oscar Hernández, apodado ‘el Caneca’, logró sobrevivir milagrosamente a los garrotazos que le propinaron cuatro empleados de la universidad tras invitarlo a entrar con la promesa de que se podría llevar una pila de cartones. No satisfechos, los asesinos le hicieron un tiro a quemarropa en la cabeza y luego le arrojaron a una piscina de formol donde flotaban otros cuerpos y órganos humanos. Pero Hernández, quien decidió fingir su muerte para sobrevivir, consiguió escapar al amanecer, no sin antes escuchar cómo la macabra escena se repetía con otra víctima a la que los asesinos engañaron mediante la misma treta. Al llegar al puesto de Policía más cercano, los agentes de servicio se negaron en primera instancia a creer su historia. Sólo la insistencia de Hernández y su advertencia de que en ese momento se podía estar cometiendo otro asesinato les llevó finalmente a actuar.

El allanamiento de la Universidad se practicó a las siete de la mañana. Las escenas descritas por los testigos son horripilantes. Cubetas llenas de órganos humanos y de extremidades y cadáveres, diez en total (siete hombres y tres mujeres), con señales evidentes del maltrato y la tortura que habían sufrido antes de ser asesinados. Por estos crímenes se capturó a siete personas de bajo rango que trabajaban como guardianes en la Unilibre, y también al síndico de la institución y al preparador del cadáveres, un analfabeta que llevaba casi veinte años laborando allí.

La paquidermia y lentitud en el proceso judicial que siguió hizo que, meses más tarde, este reportero buscara durante días a Óscar Hernández por las calles más peligrosas de Barranquillita. Cuando finalmente le hallé (o cuando él finalmente decidió revelar su identidad, ya que lo tuve varias veces frente a mí en días anteriores pero él simplemente negaba ser la persona que yo buscaba), me habló de toda clase de ‘suciedades’ que se estaban cometiendo en el juzgado para encubrir a los verdaderos autores intelectuales, y de las frecuentes irregularidades que impedían el avance de la Justicia para castigar a los culpables.

El reportaje que escribí, fruto de aquella entrevista tan ardua de conseguir, recibió elogios del jefe de redacción de El Heraldo en aquella época -José Orellano-, pero finalmente el director, Juan B. Fernández Renowitzky, dio la orden de imprimir una sola copia y someterla a la ‘revisión’ del apoderado jurídico del diario, Miguel Bolívar Acuña, quien había sido alcalde de la ciudad mientras se cometían aquellas canalladas en Unilibre, y quien era el abogado defensor de al menos uno de los acusados por aquellos asesinatos. Recuerdo el gran marcador rojo con el que redujo mi reportaje a una nota sin contenido de apenas unos cuantos párrafos.

Obviamente, me negué a que aquella historia vilmente mutilada fuera publicada y, misteriosamente, no fui objeto de sanción alguna por parte de las directivas del diario. Pocos meses mas tarde Óscar Hernández fue asesinado a tiros en las calles de Barranquillita y yo pedí mi renuncia en El Heraldo.

Y, en 1993, todos los capturados: el ex síndico Eugenio Castro Ariza, Santander Sabalza, Pedro Viloria Leal, Sebastián Cuello Barbes, Saúl Hernández Otero, Armando Urieles y Elifrido Arias Ternera pagaron en conjunto una sanción de 470.000 y la ‘justicia’ les dejó a todos en libertad.

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