Si alguien me hubiera dicho, que creer en la Paz sería tan difícil, nunca lo hubiera creído.
Cuando estuve en la guerra, porque lo estuve. En la guerra pura, era fácil. Pensar que era el único camino posible.
Vivir con miedo. Temer por la vida. Temer. Odiar.
Estar, tal vez, dispuesta a disparar un arma. Por defender, no tanto mi vida, sino la de mis hijos.
Era como estar dispuesta a amputar partes de mis dedos, porque no había otra opción.
Luchar por defender el hecho de que las armas disparadas tenían una justificación, porque así crecí. Porque la lucha era la solución.
Aunque veía la sangre de mi pueblo derramarse, en los caminos de mi patria. Aunque vivía en velorios y en entierros. Aunque abracé tantas viudas y huérfanos. Y familias de secuestrados. Y amputados que partían mi corazón en mil pedazos. Acompañaba a mi héroe en sus batallas.
Lloraba con las madres, desmadradas. Porque no hay nombre para las mujeres que entierran a sus hijos.
Aunque vi en muchas paradas militares, entregar una bandera de honor. Muy merecida. Pero que no ahoga la verdad de haber entregado un hijo, por la guerra.
Y siempre decía: Dios mío, yo no quiero recibir esa bandera. ¡Le rogué tanto a Dios, por morir al lado de mi esposo! Pero de viejos. Cultivando, viajando. No por una bala.
Un día, él volvió y pensé, los héroes vuelven al hogar. Feliz creí que ya acababa la pesadilla y podría esconderme con él en un lugar remoto a olvidar. A sanar. Pero no fue así.
Una nueva misión nos dieron Dios y el Presidente de Colombia. ¡Luchar por la paz! Hacer historia, tratar de reconciliar a mi pueblo colombiano. Tratar de devolverle a Colombia los hermosos parajes que conocí y amé en la guerra. Parajes que quería mostrarles a mis nietos algún día.
Sin recorrerlos, como lo hicimos con nuestros hijos, heroicamente por acompañar a nuestro héroe.
Este Gobierno me enseñó, nos enseñó, nos dio la oportunidad de pensar que había otra manera de vivir.
Y mi esposo, el más grande guerrero, comprendió, que era posible hablar y llegar a acuerdos, sin disparar, sin derramar sangre. Desarmando el espíritu y hablando con su enemigo eterno. Y lo hizo.
Fue muy difícil hasta para nosotros entenderlo. Pero poco a poco, fuimos viendo que ese milagro era posible.
Lo comprendí cuando en enero de este año pregunté en el Hospital Militar cuántos heridos en combate teníamos ese mes. Y me dijeron, ¡cero! Cero. Tuve que sentarme y llorar. Lloré, porque durante 15 años de mi vida trabajando con los hijos de mi corazón, los heridos en combate. No habíamos recibido ni un herido.
Quería contarle al mundo. A quienes nunca han abrazado a un ser humano destrozado oliendo a sangre.
A quienes nunca han ido a un entierro de mis soldados, policías e infantes. Quería gritar. Esto es un milagro.
Ahí, ese día, vencí mi temor de cambiar mis creencias. Vencí la historia de 50 años de mi vida de guerra.
Y decidí perdonar. Eso, solo eso, valía la pena.
Pedí perdón por haber creído, alguna vez, e ingenuamente, que el único camino era el de la guerra. Desarmé mi espíritu. Desarmé mi alma. Y decidí creer. Creer. Creer.
Pero nos han tratado tan mal a veces. Ahora “somos los vendidos”, porque no queremos más guerra.
Porque entendimos que hablando, perdonando, acordando, le dábamos una oportunidad a nuestro país. No ha sido y no será fácil.
No está inventada la Paz en Colombia. Porque nunca estas generaciones hemos vivido la PAZ. Tendremos que aprender, sacrificar. Acá no existen egos individuales. Acá debe primar el bien común.
Nunca nadie estuvo conmigo en mis noches en vela, cuando en la soledad lejana de parajes remotos de esta tierra, abrazaba a mis hijos y les repetía, que el papá lucha la por la Patria.
Nadie lo reemplazó durante la primera comunión de mis hijos. Nadie lo reemplazó en muchas navidades.
Nadie me abrazó cuando había combates y llegaban los muertos y heridos y yo rezaba para que no fuera el mío.
Yo decidí acompañarlo en la guerra. Me costó muy caro. Pagué mil noches de soledad. De miedo. De preguntarme si eso merecían mis hijos.
Hoy decido acompañarlo en esta lucha por la Paz. Hoy, de nuevo, nadie de afuera me acompaña en mis noches en vela. Sólo mis hijos.
Nadie me abraza cuando me dicen cosas horribles. Sólo mis hijos.
Porque ellos le regalaron a Colombia, a su padre para la guerra, y hoy se lo regalan por la paz.
Hemos derramado lágrimas de sangre. ¿Quién diría que creer en la paz, costara tanto?
Yo decidí, Javier, acompañarte desde el día que aceptaste este reto y hoy con orgullo te digo que la misión que te encargaron la cumpliste.
Estoy orgullosa de mi héroe. Ser la copiloto de esta misión, ha sido, lo más difícil de mi vida.
Primero Dios, la Virgen y mis ángeles, que me dieron el valor y la inteligencia para criar a mis hijos tan bien, siendo casi una madre cabeza de familia, por ser tu esposa.
Acá estoy a tu lado olvidando el pasado, luchando este presente tan difícil.
Para decirle a mis nietos: estén orgullosos por llevar ese apellido. El general Flórez ha hecho todo, con honorabilidad, sinceridad e institucionalmente. Como un soldado de la patria, entregando su vida por Colombia.
Sigo sacrificando la poca juventud que aún me queda. Por mi patria. Envejeceré contigo. Ya no podremos hacer muchas cosas, que sólo nos hubiese regalado la juventud. Pero tomada de tu mano, miraré al horizonte y diré, gracias Dios mío.
Porque fuimos parte de algo maravilloso. ¡Un milagro!
Comenzar el camino hacia la Paz de mi Colombia amada.
He estado siempre sola por la guerra. Siempre sola por la Paz. Pero la más creyente en esta esperanza. Por mis nietos. ¡Misión cumplida!
Te respaldo y te respeto inmensamente, por tener esa inmensa capacidad de reconciliar tu alma, tus convicciones, por la paz de nuestro pueblo colombiano.